Pobre verdad… Nadie le hace caso

Sí: nos resistimos a aceptar la verdad. Unos, porque no nos conviene. Otros, más «filosóficos», porque piensan que no existe. Bueno, existe en el plano de los hechos (está lloviendo) o de las ciencias empíricas (la tierra gira alrededor del sol), pero no en otras muchas cosas. Algunos porque, como dijo Marx, no les interesa encontrar la verdad, sino cambiarla. O sea, la verdad es maleable, se puede modificar… claro, porque no existe. La hacemos nosotros.

Encontré hace unos días una entrada en Project Syndicate escrita por David Tolbert, sobre el genocidio de Armenia (aquí, en inglés). Tolbert, Presidente del Centro Internacional para la Justicia Transicional (perdón por los palabros, pero esta sería su traducción literal), explica cómo en Turquía se ha intentado ocultar el genocidio armenio, convirtiendo a las víctimas en culpables, manipulando las palabras, relativizando las cifras… Y recomienda «acabar con la política de negación [del genocidio] y abrazar su reconocimiento», porque, añade, esto «abre el camino para la reconciliación y el progreso».

Eso pasa siempre con la verdad, aunque no nos guste. Claro que podemos manipularla, negarla, ocultarla y tergiversarla, y con ello recibimos beneficios que nos parecen muy importantes, o nos ahorramos dolores, que también nos parecen importantes. Pero esto es cerrar la partida en falso. N osotros mismos somos los primeros perjudicados, cuando decimos que la ley de la gravedad no existe (por si acaso, no saltes por la ventana), o que la culpa de mis latrocinios es de los tontos que se dejaron engañar (además de mentirosos, nos convertimos en egoístas, ladrones y agresores injustos), o cualquier otra manipulación. Y porque, como dice Tolbert, estamos cerrando el camino hacia la solución del problema, que, una vez negada la verdad, solo puede arreglarse consiguiendo que la otra parte, los perjudicados, se rindan. O sea, avasallándolos, dominándolos, excluyéndolos… porque si les damos una sola oportunidad de defensa, volverán a contradecir nuestras manipulaciones. Y así hasta el fin de los siglos.

Tolbert añade unas cuantas ideas interesantes en su breve papel. Una «medida crucial sería establecer un registro histórico verdadero y preciso sobre lo que pasó con los armenios». Y si no nos ponemos de acuerdo en lo que pasó, abramos un diálogo. «Turquía debe también proporcionar reparaciones a los armenios». Esto puede ser difícil, porque los perjudicados ya no están, y los que están ahora puede que no sean los perjudicados… Pero sí se pueden tomar acciones que compensen aquel daño, de algún modo.

ESto «enviaría un mensaje a los ciudadanos turcos, especialmente a sus muchas nimorías, dejando claro que Turquía se toma en serio los derechos humanos y el imperio de la ley«. ¡Ajá!, esto es muy bueno. Y «mostrar el compromiso de que las leyes y las instituciones están para proteger los derechos humanos de todos los ciudadanos«.

¿Que esto no llevará a ganar las próximas elecciones? Dos ideas sobre esto. A veces la verdad exige pagar un precio a corto plazo, pero, eso sí, sus beneficios a largo plazo serán muchísimo mayores. Y otra idea: quizás el reconocimiento de la verdad no puede hacerse de golpe; hay que preparar a los ciudadanos, del mismo modo que a un niño que patalea no se le pueden dar argumentos racionales, al menos hasta que esté dispuesto a escucharlos.

Y todo esto vale para todos, no solo para turcos y armenios. Miremos a nuestro alrededor, porque también aquí negamos verdades.