El carro delante de los bueyes, en la empresa y en la política

En el último programa de «Economia en colors» de TV3 (de esta primera serie, por lo menos, ya que espero que vengan otras más adelante), Xavier Sala i Martín habló de la ayuda a los países del tercer mundo. Fue un programa interesante, en el que se dijeron verdades importantes. Que a menudo son mal entendidas por los que tienen sentimientos de culpabilidad de que existan los problemas de pobreza extrema y de enfermedad que hay en África y en otros lugares y quieren tranquilizar su conciencia haciendo algo. Y lo se quiere hacer puede no ser lo que había que hacer. El ejemplo más claro, ya conocido por muchos, es el de Sharon Stone promoviendo donaciones de mosquiteras para un país de África que acabaron robadas y vendidas como velos de novia. Yo no sería tan duro como era él con Sharon Stone pensando que lo que hacía era una pura operación de marketing y estaría dispuesto a aceptar que había una parte de buena intención. Equivocada, pero buena intención. Porque el mejor mensaje del programa es la ilustración del viejo dicho que «el camino del inferno está empedrado de buenas intenciones«. Pero, sobre todo, que los que desde aquí querrían hacer algo para resolver los problemas del África, no saben lo que deberían saber para hacerlo. Se debe hacer desde allá. Se debe tener la información que sólo tienen los que viven en el lugar en el que hay el problema.

Estamos en un mundo tan lleno de estadísticas, que utilizamos a diestro y siniestro, a menudo sin saber interpretarlas, o incluso interpretándolas mal de manera deliberada, que a veces nos sorprende que la información importante sea la que podemos obtener mediante la observación directa. Y es así. No sólo en el contexto de la posible beneficencia al tercer mundo, sino también en la gestión diaria de las empresas de todas las dimensiones, y de la política. Saber aprovechar bien los recursos, saber quién puede hacer qué mejor que nadie, ser flexible a las necesidades del cliente en lugar de tener un menú preestablecido, y un largo etcétera son algunas de las cuestiones de detalle que sólo se pueden saber con un conocimiento de primera mano.

Pero en el programa hubo también algún argumento erróneo. Y alguno de cierta gravedad, que quisiera poner de manifiesto aquí. Decía Xavier Sala que en una economía de mercado, los clientes tienen el poder económico, y que si la empresa no les da lo que quieren, ellos no les dan el dinero; y, por tanto, la empresa tiene el incentivo «correcto» para hacer lo que los posibles clientes quieren.

Esta es una verdad sólo a medias, porque hay dos problemas. Primero, todos sabemos que hay estafas. Si la empresa quiere durar, hacer que los clientes vuelvan y/o tener una reputación que haga que nuevos clientes quieran aproximarse y posiblemente comprar, sí, el incentivo es posible que sea el adecuado. Pero se puede engañar al cliente haciéndole creer que se le vende un producto diferente del que realmente es y apretar a correr. O dejarlo «enganchado» con el producto inadecuado que le has vendido. Es lo que ha pasado, sin ir más lejos, con las «preferentes«. Sí, a algunos de los que lo han hecho después les han pillado y han salido perdiendo. A algunos, no todos ni mucho menos. Y si han perdido, ha sido por una cantidad muy inferior al daño que han causado a los demás. Hacer un beneficio inmediato y desaparecer a veces sale a cuenta. El incentivo no siempre es correcto, ni mucho menos. El corto plazo y el largo plazo no son lo mismo.

En segundo lugar, no está claro que los clientes sepan lo que quieren. Tienen una idea de sus necesidades, pero no necesariamente las saben expresar ni saben lo que puede costar satisfacerlas. Es la empresa la que lo tiene que saber. Si la empresa no tiene la actitud de querer satisfacer realmente las necesidades de los clientes, y sólo tiene el objetivo de vender, mal iremos. La empresa, los clientes y todo el mundo.

Pero es que cuando el argumento se traslada, como hacía Xavier Sala, al mundo de la política, es mucho peor. Los políticos no tienen que adivinar qué es lo que la gente quiere que hagan y predicarlo para que les «premien» con sus votos. Un buen político debe hacer lo contrario. Debe decir qué le parece a él que hay que hacer; y después tiene que convencer a los electores de que esto es lo que conviene al país, en palabras que el ciudadano medio pueda entender. Que no siempre es fácil. Los problemas económicos, sin ir más lejos, son de una complejidad considerable, como él sabe mejor que nadie, y la inmensa mayoría de los electores no los entienden. Y como no los entienden, a menudo respaldan soluciones simplistas que los que conocen el problema a fondo saben que no pueden funcionar. El «populismo» es eso. Tenemos bastante de eso cerca, hoy en día, como para verlo. Y no quiero concretar, pero lo hay en diferentes campos, incluso en campos opuestos. El político que quiere el poder como sea y se limita pasivamente a predicar lo que cree que la gente aplaudirá, sin juzgar si es bueno o es malo, no es lo que necesitamos.

Todo lo contrario. El buen político es el que es capaz de pensar una solución factible, y encontrar las palabras y las actitudes para convencer a sus conciudadanos. A veces hay que predicar «sangre, sudor y lágrimas». Nadie lo pedirá, pero el ciudadano medio es capaz de entenderlo si se le explica bien. Pensar que para hacer política hay que conseguir votos como sea y que para hacer empresa hay que conseguir ventas como sea es poner el carro delante de los bueyes. Me temo que es lo que estamos haciendo entre todos últimamente.

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