En la vida estamos obligados a discriminar, o sea, a elegir entre varias opciones. Cada vez que compramos algo discriminamos entre productos en razón de criterios distintos: la marca, el precio, que esté fabricado en mi pueblo, que no lo haya fabricado tal o cual compañía,…
También discriminamos entre personas. Alguien quiere contratar a una persona, recibe un montón de curricula, y tiene que discriminar para escoger a una. Un profesor tiene que poner notas, o un directivo tiene que evaluar a su equipo, y se ven obligados a discriminar
Si quisiéramos evitar discriminar, nos pasaría como al burro de la fábula, a quien pusieron en frente de dos sacos iguales de comida, y por no saber cuál escoger acabó muriéndose de hambre.
Lo importante es que los criterios que utilicemos para discriminar sean razonables y no vayan en contra de la justicia. Las razones para discriminar deben ser justas. Si de los curricula que recibo decido contratar a alguien porque resulta ser hijo de un amigo mío, estoy utilizando un criterio que no es justo. (Y si es el mejor candidato, ¿debo penalizarlo por ser hijo de un amigo mío? Esta pregunta ahora no toca…)
La discriminación justa ocurre también entre colectivos. Acabamos de vivir las Olimpiadas. Nadie se ha escandalizado ni ha denunciado al COI por separar a los deportistas en función del sexo. Es más, hubo una nadadora china a la que se le ocurrió nadar más rápido que al campeón masculino y hubo quien insinuó un caso de dopaje: ¿Cómo se le ocurre a una mujer nadar más rápido que a un hombre? ¿Qué ocurriría si alguien propusiese poner una cuota de jugadoras femeninas en el fútbol profesional masculino? Así como todos tenemos claro que discriminar en función de la raza o de la religión no es un criterio justo para separar la práctica del deporte u otras actividades, servicios públicos, etc., sí parece que la discriminación por sexos en algunos casos se ve como justa.
Viene esto a cuento de una reciente sentencia del Tribunal Supremo retirando el concierto educativo a dos centros de educación diferenciada, es decir, de enseñanza separada en función de sexos. Lo curioso es que el mismo Tribunal acepta que la educación diferenciada es un modelo tan legítimo como la coeducación, pero se apoya en que la Ley de Educación excluye de la posibilidad de disponer de financiación pública a los centros que la practiquen.
La educación diferenciada es un modelo educativo que está apoyado en investigaciones serias y rigurosas sobre bases antropológicas, psicológicas y pedagógicas razonadas y razonables. Por tanto, aplicar una discriminación por sexos en el ámbito educativo es tan justo como aplicarla en la práctica de algunos deportes.
Si es una discriminación justa, porque los argumentos que la apoyan son justos, lo que es una injusticia es dejar a los centros que optan por este modelo educativo fuera del sistema de financiación pública. El Estado debe discriminar entre centros educativos que piden un concierto, si resulta que no hay dinero para todos, pero cuando esta discriminación se hace en base a razones injustas (y es una razón injusta decir «no te doy dinero porque tu sigues un modelo educativo que no me gusta») la decisión se convierte en injusta. Que el poder legislador discrimine injustamente -y que el poder judicial lo avale-, en otros momentos y lugares se le había llamado racismo, nazismo o apartheid. Ahora lo tenemos entre nosotros.