Cuando los casos de corrupción van solapándose unos con otros, no podemos conformarnos con decir que se trata de casos aislados dentro de un sistema que funciona bien, sino que hay que buscar razones más estructurales.
Aunque las prácticas corruptas puedan tener beneficios evidentes para quienes las llevan a cabo, tienen también unos costes que, tarde o temprano acaban aflorando. Intentar cuantificar el coste de la corrupción es una tarea ímproba, porque –como algunos avispados argumentan a modo de justificación- la corrupción no aparece en la contabilidad de las empresas y organizaciones implicadas. Los costes de la corrupción abarcarían una larga lista que incluiría distorsiones en el funcionamiento correcto de los mercados, dinámicas que se generan en las organizaciones y conflictos que surgen a la hora de tomar decisiones; y efectos reputacionales y de pérdida de confianza; además de los costes tanto a nivel personal como a nivel social.
Sin dejar de lado una reflexión sobre la catadura moral de quienes están implicados en las prácticas de corrupción, es necesario reflexionar sobre cómo está diseñado el sistema económico, político y social para hacer posible tales prácticas. Hay estudios que dicen que en aquellos países donde existe un modelo de gobernanza fuerte se desincentiva la corrupción porque los costes acaban por sobrepasar los beneficios, mientras que en aquellos países donde el modelo de gobernanza es débil la corrupción acaba por institucionalizarse hasta el punto de aportar más beneficios que costes. Así que, una de dos, o acabamos por aceptar la corrupción como parte del funcionamiento del sistema y nos convertimos en un país débil desde el punto de vista de la estabilidad de las instituciones (eso sí, con mucho sol, y mucha juerga, y mucho fútbol…) o fortalecemos la estructura institucional del país hasta hacerles la vida imposible a los corruptos y recuperar la autoridad moral en el orden internacional, que ahora estamos perdiendo a mansalva.
¿Y cómo se hace esto? Pues, en primer lugar, haciendo una reflexión seria sobre qué cambios estructurales se requieren para fortalecer el clima ético de las sociedades y de las instituciones, y para prestigiar el comportamiento ético de los individuos frente a la picaresca y a las trapichuelas en las que con tanta facilidad caemos. Y esto, en todos los órdenes.
A nivel organizativo: ¿cómo diseñamos las empresas para favorecer los comportamientos éticos y llegar a detectar a tiempo las conductas inmorales?, ¿qué conductas provocamos a través de los sistemas, prácticas y objetivos que establecemos en las empresas?
A nivel político: ¿cómo regenerar y revalorizar la actividad política, que en la cuna de la democracia era tenida por la actividad más alta y hoy, en cambio, es valorada como la institución que genera menos confianza?, ¿cómo conseguir una división real de los distintos poderes, que es la base de un estado de derecho, en vez de las continuas interferencias y manipulaciones a las que estamos acostumbrados?
A nivel social: ¿qué valores se fomentan en la sociedad que rechacen como cuerpos extraños a los corruptos?, ¿cómo hacer que la cultura del esfuerzo y de la solidaridad sea más apreciada que la cultura del pelotazo, el éxito fácil y el egoísmo?
Y, ¿quién debería hacerlas? Pues cada uno en la medida de sus posibilidades: cuanto más poder se tenga, más responsabilidad en promover estos cambios. Lo cierto es que las empresas van haciendo cosas, en parte porque experimentan de forma más inmediata y tangible los costes de la corrupción. Hay, sin embargo, un gran agente que debería dar un paso al frente en la lucha contra la corrupción: la clase política. Un buen sistema de gobierno se basa en dos pilares básicos: la transparencia y la rendición de cuentas (“accountability”). Aquí, por el contrario, lo que abunda es la falta de transparencia y la resistencia a asumir responsabilidades. Es más, por debajo de las acusaciones cruzadas, da la impresión de que existe un acuerdo tácito para que las cosas no cambien.
Queda otro agente a tener en cuenta: la sociedad civil. ¿Qué más tiene que suceder para que los ciudadanos de a pie digamos “basta”? Hemos caído en una mezcla de ira contenida (“¿cómo se atreven?”), de envidia oculta (“¡quién pudiera hacer lo mismo!”) y de impotencia manifiesta (“son todos iguales y esto no hay quien lo cambie”), que necesariamente lleva a la desconfianza y a la apatía. Pero, desengañémonos, ese clima social ya les va bien a los corruptos para seguir haciendo de las suyas. Al corrupto no le importa que le insulten a la entrada de los juzgados; lo que le importa es que cambien las circunstancias y quedarse sin negocio, o que le obliguen a devolver lo que ha robado.
Necesitamos, más que nunca, una sociedad civil fuerte y activa, que obligue a la clase política a ser transparente, a cambiar las cosas que haya que cambiar (aun a costa de perder sus privilegios), y a asumir sus responsabilidades. ¿Empezamos?
[este artículo fue publicado originalmente en La Vanguardia, 6 octubre 2013]
Estoy totalmente de acuerdo contigo.