Ayer tuvimos en el IESE la visita de Arthur Brooks, presidente del American Enterprise Institute, uno de los principales think-tanks de Estados Unidos. Hizo una interesante exposición sobre la felicidad, tomando estudios sociológicos y datos estadísticos, para describir qué cosas nos hacen felices. El debate posterior derivó en una reflexión centrada más en la política y en la gestión de la res publica, porque al final también según cómo se gestione una sociedad contribuirá a la felicidad de sus miembros.
Para Arthur Brooks la libre iniciativa es un factor que contribuye al desarrollo de las sociedades. Pero no debemos caer en un capitalismo salvaje que todo lo fíe al mercado, sino que es necesario un cierto poder político que asegure una protección mínima a los más desfavorecidos, por ejemplo en temas relacionados con la educación, la sanidad, etc.
Para que una sociedad –y eso ya son ideas mías– funcione de una forma justa, es necesario que se combinen adecuadamente dos principios básicos: el principio de subsidiariedad, que es un principio que se apoya en la libertad, y favorece la iniciativa privada, a todos los niveles de la sociedad; y el principio de solidaridad, que busca el bien común, y, como tal, da primacía al bienestar de todos frente al interés propio. Lo que hace más interesante y más complicado el tema es que en la práctica estos dos principios no pueden darse el uno sin el otro, si no queremos caer en reduccionismos igualmente dañinos para la convivencia social:
- Cuando se da la subsidiariedad –es decir, la libertad y la iniciativa individual– sin solidaridad –es decir, sin pensar en el bien de todos–, se cae en un liberalismo egoísta, que fomenta el propio interés por encima de lo que es bueno para la sociedad.
- Por el contrario, cuando se da la solidaridad sin subsidiariedad, es decir, cuando se da importancia al bien de todos a costa de negar la libertad de cada uno, se cae en posturas intervencionistas, donde quien tiene el poder es quien acaba determinando lo que es bueno para todos.
Fijémonos, por ejemplo, en los distintos movimientos anti-sistema que han surgido a raíz de la crisis: “Occupy Wall Street”, “el 15-M”, Syriza, Podemos… Todos estos movimientos nacen de una reacción ante el funcionamiento del sistema económico que deja a una parte de la población fuera del sistema de bienestar (falta de solidaridad) por unas conductas individuales que ponen el bienestar personal y el interés propio por encima del interés colectivo (libertad mal entendida). Subsidiariedad sin solidaridad. La reacción de estos movimientos es la de crear un Estado más fuerte (negar la subsidiariedad) que tenga mayor capacidad de repartir los recursos entre todos con especial protección de los más desfavorecidos (fomentar la solidaridad). Solidaridad sin subsidiariedad. Aunque estos movimientos en la parte crítica puedan tener mucha razón –y por eso atraen tanto descontento y malestar–, en lo que proponen están tan equivocados como aquello que critican, porque unos y otros tienen una visión negativa de la libertad individual: piensan que la libertad individual sólo puede usarse en beneficio propio. A los liberales ya les va bien, a los intervencionistas les molesta. Pero los dos están equivocados, porque la libertad individual (subsidiariedad) adquiere su sentido más pleno cuando se interesa por el bien de los demás (solidaridad)
Por eso –al menos, o también, desde el punto de vista ideológico– estos movimientos populistas y anti-sistema no son alternativas realistas a un sistema que tiene mucho de criticable. Y la prueba de ello está en que cuando alcanzan el poder o se radicalizan (Venezuela), o se diluyen (¿Syriza?). La solución está en buscar un equilibrio entre subsidiariedad y solidaridad: libertad pensando en el bien de todos.