El ritmo frenético de los cambios que se suceden en el entorno económico y social en el que operan las empresas demanda grandes dosis de flexibilidad y de capacidad de adaptación. El conocimiento y la preparación de los líderes y directivos sigue siendo fundamental, pero no basta. Básicamente, por dos motivos: en primer lugar porque una cosa es «saber» y otra muy distinta es «saber hacer»; y, en segundo lugar, porque la velocidad del cambio hace que cualquier conocimiento adquirido pueda quedar rápidamente obsoleto. Y aquí es donde entran en juego, la experiencia, la visión de futuro, los valores y las capacidades de liderazgo que distinguen a los buenos de los malos directivos.
Algo parecido sucede con las empresas: aquellas que se sustentan en un propósito claro y en una cultura sólida, mas allá de los vaivenes del mercado y de planes, programas y presupuestos que pueden quedar fácilmente desfasados, son las que tienen éxito a largo plazo. Sin un propósito bien definido, sin una visión de futuro que inspire al equipo y sin unos valores estables, una empresa está despersonalizada, sin fundamentos, sin un rumbo claro que dirija la acción. Una cultura de empresa rica, en cambio, garantiza una mayor fluidez en la toma de decisiones y una robustez en las estrategias que se implanten en base a esta cultura.
En todo caso, los nuevos tiempos imponen nuevos estilos de dirección. El liderazgo basado en el autoritarismo y las organizaciones demasiado rígidas y jerarquizadas han sido sustituidos por una gestión mucho mas centrada en las personas, que pretende empoderarlas y orientarlas a la acción, y por unas estructuras mucho más dinámicas y flexibles , más capaces de responder con agilidad a los retos del mercado y más propensas a estimular la creatividad y la innovación de las personas.
Muy cierto lo que en este artículo se postula, sobre todo en la actualidad. La pandemia nos ha mostrado que las empresas tienen que adaptarse a los tiempos y las circunstancias, ya que de lo contrario estará sentenciada a desaparecer.