Durante años, muchos se han quejado de la rigidez del mercado de trabajo en España. Abonar 45 días por año trabajado, la obligatoriedad de la negociación colectiva sectorial y tarifas salariales, así como la necesidad de aprobación administrativa previa para suspender temporal o definitivamente empleos por razones técnicas o económicas, dan una idea de esta rigidez. Esta situación y ciertas concesiones legales otorgan a los sindicatos un poder que muchos consideran desmesurado.
Quede claro que los sindicatos tienen su papel en defender los legítimos intereses de los trabajadores. La existencia de los sindicatos se justifica en virtud del derecho humano de asociación; también por la necesidad de contrarrestar, mediante la unión de los empleados, el poder negociador del empleador, especialmente en relación con los trabajadores menos cualificados.
Pero, ¡cuidado! En las relaciones laborales, puede haber abuso de poder por parte patronal, pero también el poder sindical puede cometer abusos. Ocurre cuando los sindicatos impiden decisiones convenientes y necesarias en aras de sus propios intereses, o cuando defienden los derechos laborales conseguidos sin tener en cuenta el bien del país en su conjunto.
Un laboralismo que antepone derechos o situaciones de privilegio de quienes gozan de empleo a exigencias de justicia general no es éticamente aceptable. Pero tampoco es de recibo una postura economicista, defendida por quienes únicamente abogan por mejorar o incluso maximizar la eficiencia del mercado de trabajo, sin reconocer la dignidad del trabajador o cosificando el trabajo. El trabajo tiene dignidad y no es justo reducirlo a una mercancía valorada únicamente por su contribución a la cuenta de resultados, o sin más criterio valorativo que la ley de la oferta y la demanda, a lo sumo restringida por unas normas legales minimalistas.
El desempleo en España roza el 23% (y en los jóvenes llega al 50%). La flexibilización de la contratación y despido laboral incluida en la ley de reforma laboral, actualmente tramitada en el parlamento español, puede ayudar a crear empleo si se aplican otras medidas políticas que faciliten el crecimiento económico. Y la creación de empleo es, a todas luces, un bien ético y social. El empleo facilita el desarrollo de las personas, proporciona medios para su sostenimiento y el de sus familias, hace que se sientan útiles con su contribución al bien de la sociedad. A todo ello hay que añadir – y no es tema menor – el ahorro en subsidios de desempleo que el erario público podría dedicar a otros menesteres.
Con la reforma laboral, el despido será más barato y con menos requisitos. Esto puede incentivar la contratación, pero puede también acercar en demasía al despido libre. Que exista un convenio sectorial y otro de empresa proporciona una necesaria flexibilidad. Es verdad que si la empresa es pequeña las condiciones pueden ser más duras, pero también pueden ser mejores a las del sector. El empresario tendrá más facilidades para cambiar jornadas, turnos, funciones y salarios. En las debidas condiciones pueden ser medidas preventivas para evitar el despido, aunque también puede haber abusos.
Existe el riesgo de que la reforma laboral pase de un rígido laboralismo a un economicismo que incentive conductas empresariales poco respetuosas con el trabajador. Los legisladores deberán actuar con mucha sabiduría práctica para encontrar lo más correcto. En todo caso, hay que considerar que la ley nunca lo es todo y que siempre será necesaria una gran dosis de responsabilidad en su aplicación.
Hay un criterio ético muy claro: los intereses individuales han de subordinarse al bien común, aunque siempre hay que respetar los derechos fundamentales, que son parte del bien de todos. El trámite parlamentario debe mejorar la reforma laborar tanto en aspectos técnicos como éticos. Eficiencia sí, pero respeto al trabajador, también.
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I agree considerably with the analysis put forth. The ideal scenario would lie in the ‘golden mean’ between rigidity targeted at protecting workers and flexibility allowing for frictions in the employment market to disappear more smoothly. The crux of the issue is indeed that the ‘common good’, which is optimized in this golden mean is not apparently represented at the negotiation table, whereas ‘laboralismo’ and ‘economicismo’ are. These final two do not seem to have the common good or the social optimum as their final objective. One can only hope for one to balance out the other to the optimal extent.
In times of urgent reform, the issue then practically becomes all the more cumbersome: should one attempt to move to the social optimum directly, as you seem to suggest, but with the risk that the results of the reform may be too slow, not drastic enough? Or should one rather move drastically to the other end of the spectrum in an attempt to (hopefully, eventually) converge to the optimum, however, with the risk of ending up in a pendulum movement characterised by both types of extremes?
You are right, Tom. Often, ideologies take priority over ethics, and power over reason. What is more, many people do not seem aware about this. Our society needs a more acurate ethical reflection.