El 27 de julio de 2012 pasará a la historia de los Juegos Olímpicos por el soberbio espectáculo inaugural en el estadio olímpico de Stanford, en Londres. Dirigido por el “oscarizado” cineasta Danny Boyle, y con un presupuesto de 35 millones de euros, fue admirado por 1.000 millones de personas de todo el mundo. Para muchos, el mejor hasta ahora, sin desmerecer los anteriores, incluyendo el montaje de la Fura del Baus de los Juegos de Barcelona en 1992. La música lo llenaba todo, y junto a ella una impresionante estética luminosa, espectaculares puestas en escena, niños y voces blancas que daban un tono de ternura y emotividad, fantásticos fuegos artificiales… Una maravilla sensorial, hecha realidad con ingenio, originalidad, muchos medios técnicos y la colaboración de 15.000 figurantes.
Pero, más allá del deleite de los sentidos en éste, como en los anteriores espectáculos inaugurales de los Juegos Olímpicos, subyacen ideas, mensajes y expresiones culturales. En Barcelona, destacaron aspectos de la cultura mediterránea y el valor del esfuerzo. En Los Ángeles, el espíritu norteamericano y sus logros, con la alucinante aparición de un astronauta sobrevolando el Memorial Coliseum de aquella ciudad y la voz imponente de Etta James cantando uno de los espirituales americanos más conocidos: “When the saints go marching in”.
La idea de la edición de Londres ha tenido un marcado nacionalismo británico. De los orígenes del país en la campiña a la figurada aparición de Isabel II –actual jefe de la Commonwealth– y su marido, el Duque de Edimburgo, pasando por exaltación de la Revolución Industrial y Tecnológica la celebración de los mejores escritores, científicos, inventores y artistas del Reino Unido. Todo con un gran orden, pero sin caer en la mecanización que vimos en la inauguración de los Juegos de Pequín.
En Londres, junto al elogio nacional e incluso del desaparecido Imperio Británico, las personas, cada una con su propio genio, han ocupado un lugar central. Gran contraste con los Juegos de Pequín, donde las personas quedaban diluidas en el colectivo, eso sí actuando con una precisión matemática y contando con un montaje que se elevó a 100 millones de euros. China quería demostrar el mundo su poderío económico, y a fe que lo logró. Pero, quizá sin pretenderlo, lo que mostraron también fue una genuina imagen de la ideología colectivista que sigue prevaleciendo en China, a pesar de la apertura a la economía de mercado. La persona, con su singularidad y dignidad, fue resaltada en Londres, mientras que en Pequín desapareció en el movimiento de masas de un colectivo perfectamente sincronizado.
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