El interés por dar a conocer información empresarial relevante (Corporate Disclosure) ha crecido extraordinariamente en la última década. Como en otros temas, tal interés ha ido precedido de escándalos con notorias consecuencias para las empresas implicadas. Pero tiene también una signiticativa dimensión ética. De ella fui invitado a disertar en el último congreso anual de EBEN-Research, el pasado mes de septiembre en Palermo. Me gustaría compartir aquí algunas ideas allí expuestas.
Todos recordamos casos recientes como el de Volkswagen, mintiendo sobre las emisiones de óxidos de nitrógeno reales de los motores TDI, o Toshiba, que en 2014, exageró sus ganancias en más de 1.200 millones de dólares (alrededor de un tercio del total). No siempre es una cuestión de engañar o de falsear información relevante a personas con derecho a conocerla.
Ocultar información, otra forma de engaño
A veces, el problema es simplemente no darla o presentarla de modo muy incompleto. Es lo que ocurre con algunas memorias de sostenibilidad de empresas del IBEX 35, como viene denunciado, año tras año, el Observatorio para la RSE. En algunos casos la ocultación de información es especialmente grave porque afecta a la salud de las personas, por ejemplo ocultando riesgos ocupacionales para la salud del trabajador.
Una visión economicista de la empresa lleva a decidir qué divulgar mediante un balance coste-beneficio. Puede incluso añadir alguna consideración sobre las consecuencias a más largo plazo argumentando en términos de riesgos o reputación, siempre en términos económicos. El problema es que cuando el riesgo de ser descubierto se ve remoto y no está claro si es rentable la inversión en reputación, desaparecen los motivos para desvelar información.
Transparencia y cultura empresarial
La visión economicista es pobre, no sólo porque ignora aspectos importantes de la realidad no estrictamente económicos, sino también a causa de la propia racionalidad instrumental inherente al economicismo. Tal racionalidad es limitada (bounded rationality), entre otras cosas porque difícilmente se pueden prever todas las consecuencias resultantes de no desvelar información empresarial relevante.
La alternativa es actuar con plena racionalidad, y no sólo con racionalidad instrumental. La racionalidad práctica, de la que habló Aristóteles, lleva a valorar racionalmente aspectos no tangibles ni valorables en términos económicos. Uno de ellos es el aprendizaje dentro de la organización. Practicando la ocultación de información relevante se aprende a hacerlo y no hay ninguna garantía –más bien al revés– que este aprendizaje no se vuelva en contra de quien lo promovió. Operar de una determinada manera mejora o corrompe el carácter y genera una cultura de permisividad en un sentido o en otro.
Más importante aún. La racionalidad práctica lleva a ver cómo la acción de dar u ocultar información afecta a otros. Cuando se ven a las personas como seres con dignidad y derechos y se valora que la acción puede servirles o dañarles, las personas que lo practican se enriquecen en su calidad moral: creen en virtudes. Por el contrario, cuando únicamente se ven las personas como un medio para los propios intereses –o si se quiere por los que se consideran intereses de la empresa–, se va “aprendido” a cosificar las personas, con pérdida progresiva del aprecio por su dignidad y derechos.
Esto último no sólo no es ético, sino muy arriesgado para el largo plazo de la empresa, porque las personas afectadas no son seres inertes sino seres conscientes y libres, que aprenden. Si no se les engaña o se les oculta información relevante aprenderán que no se les quiere bien y con este aprendizaje, no hay que esperar que su reacción sea de confianza, lealtad y voluntad de cooperación. Actuar de modo virtuoso da mayores garantías que pensar sólo en términos de risk management.