Hace tiempo escribí sobre la fuerza que puede tener una empresa cuando su fundador mantiene viva la pasión del primer día. Esa mezcla de visión, valores firmes y sentido de propósito suele ser el alma que da cohesión a un proyecto.
Sin embargo, toda virtud puede volverse contra sí misma si se lleva al extremo. Lo que empieza como una ventaja puede acabar siendo una trampa. Uno de los peligros más habituales en las compañías que giran en torno a la figura de su fundador es el exceso de protección. Con la intención de cuidar cada detalle, algunos empresarios terminan creando un entorno en el que sus colaboradores se sienten más tutelados que empoderados.
Cuando todo pasa por la mirada del fundador, las personas dejan de tomar decisiones, se habitúan a esperar su aprobación y, poco a poco, la energía que alimentaba la innovación se diluye.
Un profesional puede aceptar esa situación por prudencia o necesidad, pero difícilmente se implicará con entusiasmo en un proyecto donde su criterio no cuenta.
Este riesgo se ve con claridad en muchos emprendedores que, tras años de esfuerzo, sienten que su empresa es una prolongación de sí mismos. Un fundador que revisa cada propuesta, aprueba cada gasto, o interviene en cada decisión importante puede creer que está asegurando la calidad o la coherencia. Pero, sin darse cuenta, está apagando la iniciativa de su equipo.
Con el tiempo, los colaboradores dejan de proponer ideas o de asumir responsabilidades porque han aprendido que, al final, todo dependerá de lo que él diga. Y lo que el fundador interpreta como falta de compromiso no es otra cosa que el resultado de su propio exceso de control.
A esto se suma otro fenómeno frecuente: el fundador que no sabe soltar. Su identidad está tan unida al proyecto que teme perder el control o diluir su legado. Sin embargo, cuando no deja espacio para que otros asuman protagonismo, la empresa se estanca. Lo que fue su mayor fortaleza —la pasión y la entrega personal— se convierte en un freno para el crecimiento.
Liderar no es aferrarse, sino enseñar a otros a continuar el camino.
Como en casi todo en la vida, el límite entre virtud y defecto es muy estrecho. La diferencia suele estar en la actitud: entre dirigir y controlar, entre inspirar y dominar.
La pasión, la visión y el esfuerzo son herramientas valiosas, pero su verdadero valor depende del modo en que se utilicen.
Un escultor no se define por el cincel que empuña, sino por la sensibilidad y el propósito con que lo maneja.
De igual forma, una empresa nacida del impulso de su fundador puede ser una gran obra colectiva… siempre que quien la creó sepa dejar espacio a otros para esculpirla con él.
