Colocar a la persona en el centro de la tríada persona-familia-empresa al analizar la empresa familiar no es sólo una opción metodológica: es una invitación a reflexionar sobre los atributos ideales que deberían definir a quienes forman parte de ella. Esta mirada es esencial para construir relaciones de confianza que faciliten compartir una visión común, alineada con el propósito y el rol que cada uno desempeña dentro del conjunto.
Más allá de la formación y la experiencia —necesarias, pero no suficientes—, se requiere considerar cualidades profundamente vinculadas a la calidad humana de los miembros del binomio familia/empresa. Son estos atributos personales los que hacen posible una convivencia saludable, tanto en la esfera familiar como en la organizacional.
Como señala Aristóteles en su Ética a Nicómaco, la práctica de las virtudes (es decir, de los buenos hábitos) y el uso correcto de la razón son fundamentales para orientar la acción. No se trata simplemente de cumplir con tareas, sino de reconocer el impacto que cada decisión tiene en la vida familiar y empresarial. En este contexto, la humildad, el autoconocimiento, el autocontrol y el sentido de trascendencia permiten reconocer los propios límites, aprender del entorno y abrir espacio para el crecimiento de los demás.
Una disposición clave es la vocación de servicio: actuar no desde el interés individual, sino con una visión centrada en el bien común. Esta actitud es la que verdaderamente sostiene el bienestar colectivo y genera compromiso intergeneracional.
Otro pilar esencial es la capacidad de diálogo y escucha. En entornos donde las emociones y los vínculos personales pueden dificultar la toma de decisiones objetivas, la habilidad para comunicarse de forma empática y constructiva se vuelve crítica.
Desde luego, una preparación profesional rigurosa y experiencias previas fuera del entorno familiar son imprescindibles. Compartir un apellido no puede ser nunca el único pasaporte para asumir una responsabilidad en la empresa: se necesita estar preparado y demostrar competencia.
Finalmente, la integridad —entendida como coherencia entre los principios éticos y las acciones— es el valor transversal que sostiene todos los demás. En la empresa familiar, donde la reputación está estrechamente ligada a la identidad familiar, actuar con principios sólidos no sólo es un deber moral, sino también un factor clave de cohesión y legitimidad.
En resumen: más allá de sus funciones concretas, quienes forman parte de una empresa familiar ideal comparten un sistema de valores que hace posible la armonía entre lo familiar y lo empresarial. Son, en definitiva, el elemento aglutinador que permite la continuidad generacional.