Érase una vez una familia que había obtenido una cuantiosa suma de dinero por la venta de un floreciente negocio que se hallaba en segunda generación. Eran otros tiempos, tiempos de fuerte crecimiento económico que atraían a compañías multinacionales europeas y norteamericanas, en pro de una cuota de mercado significativa de las tasas de consumo creciente de los españoles. ¡Qué tiempos aquellos! Pero vayamos al grano. Nuestra familia amiga se encontró con un importante patrimonio líquido que administrar y pensaron que una buena manera de gestionar aquello era hacerlo «entre todos». Eso sí, el padre y el primogénito tendrían despacho en la céntrica oficina de la capital que alquilaron, cerca de la bolsa de valores para poder de este modo acudir todos los días a ver la actuación de los corros bursátiles en el parquet. Eran épocas previas al mundo de internet.
Así el padre y el hijo varón mayor fueron consolidando unas posiciones que cada vez de modo más visible eran contestadas por el resto de hermanos que creían que aquel era un negocio que también sabrían manejar y reclamaban vivamente una posición en la gestión del mismo.
Así comienza esta historia, la de un príncipe destronado por toda la familia. Por todos menos por el padre que desde lo racional era consciente de la situación, pero no era capaz de poner en práctica las medidas necesarias por razones emocionales y de convivencia familiar.
Consultados expertos externos a la familia se llegó a la conclusión que lo más saludable para todos era externalizar la gestión del patrimonio y establecer una política de dividendos para que cada miembro de la familia tuviera asegurados unos ingresos y llevara a cabo su propio proyecto personal.
Hete aquí que el primogénito no estaba dispuesto a perder el estatus bajo ningún concepto y siguió ejerciendo de representante de la fortuna en los ambientes financieros. La situación llegó a un extremo en el que el primogénito pedía una fuerte suma de dinero en concepto de «indemnización» para acceder a la propuesta de externalizar la gestión que hacían los asesores y que toda la familia consideraba la más lógica.
El padre visiblemente influido por su esposa, a quien el primogénito presionaba para perpetuarse en el puesto, sufría y no sabía qué hacer. Paralizado por el miedo iba perpetuando errores y no reconociéndolos, una práctica que lleva al abismo a muchas familias empresarias.
Desde fuera es muy fácil decir que no hay que mezclar los lazos de afecto con los lazos contractuales, pero luego en la práctica hay que cenar en casa cada día y comer juntos todos los domingos.