En 1961 Robert W. Johnson II, hijo del fundador de la empresa de productos de salud Johnson & Johnson, cedió el cargo de presidente del consejo de administración a su único hijo varón, Robert ‘Bobby’ III, que había comenzado a trabajar en la empresa veinte años antes. Pronto el padre empezó a disgustarse con las decisiones que tomaba Bobby. A los dos años le cesó y otorgó el cargo a un directivo no familiar, iniciando así una tradición que no se ha interrumpido.
Quizá Bobby no fuera el directivo más apropiado y además estaba delicado de salud. Pero, según el autor de un libro sobre la empresa, en su despido parece haber sido determinante el estilo autoritario y perfeccionista de su padre “ante el que sus hijos jamás pueden dar la talla”. Otro estudioso sostiene que, como muchos hombres famosos, Robert II “pensó que su propio hijo no valía para nada”[1]. Da la impresión de que el mayor error de juicio del padre fue no conocerse a sí mismo . Así, incurrió en la contradicción de creer que él era imprescindible y, a la vez, otorgar el poder a un hijo en el que confiaba poco.
Incluso aquellos que se esfuerzan por hacer bien el proceso de transición, suelen hacer la transición en la dirección e incluso en el gobierno de la empresa, pero conservando la mayoría de la propiedad de la empresa, o al menos de los derechos de voto asociados a los títulos de propiedad. Esta situación comporta el riesgo de que, ante circunstancias adversas, el antecesor y todavía propietario pudiere empezar a tomar decisiones que puedan resultar nocivas para la empresa. Por supuesto habrá padres que objeten que la situación contraria tiene riesgos mayores para ellos. Lo respeto.
Llevada a cabo la transición en la gestión a veces algún predecesor tiende a considerar que lo que hacen sus sucesores es erróneo porque no es exactamente lo mismo que él hubiera hecho. Así, se puede perder la paciencia y caer en la tentación del regreso del héroe: ‘vuelvo a ponerme al frente porque soy el único capaz de enderezar la situación’.
En general, una vez investido su sucesor, el fundador que esté tentado de reasumir tareas directivas, antes de dar ese paso hará bien en pensárselo con calma y quizá pedir consejo a alguien que le ayude a reflexionar en profundidad. La retirada no debe tener marcha atrás.
Un regreso de este tipo corre el riesgo de adquirir tintes apocalípticos si uno se presenta como salvador: ‘Solamente yo puedo evitar el desastre’. Así, quien de un tiempo a esta parte desempeñaba el máximo puesto ejecutivo queda desautorizado públicamente ante sus colaboradores, clientes y proveedores, herido en su autoestima y humillado ante sus parientes, amigos y colegas. El daño es inmenso.
[1] Grandes Dinastías, pg 126 y 127, año 2010, Random Mondadori
Delegar requiere gran dosis de valentía, y por eso nos encontramos con muchos directivos que nos saben delegar; les falta valentía. Cuando se delega en un hijo, se hace más imprescindible esa valentía, porque la confianza hace más fácil caer en la tentación de que el propietario/jefe se inmiscuya en su trabajo. Al final, y estoy de acuerdo, las consecuencias sobre la autoestima del «cesado en su cargo» pueden ser fatales y duraderas… Si crees que tu hijo se equivoca, ¿no hay soluciones intermedias temporales sin tener que hacer algo tan traumático como dar marcha atrás?