¿Somos capaces de aprender?

La respuesta de John Kay es no (ver aquí su artículo «The economists still stubbornly sticking to their guns», en el Financial Times de hoy, en inglés, claro). O quizás quiere decir que nos damos cuentas de nuestros errores, pero no somos capaces de corregirlos.

Kay critica a los economistas, porque está hablando de lo poco que hemos aprendido de la crisis reciente, y porque es el gremio que conoce mejor. Pero sus comentarios valen, me parece, para todos, o casi todos. Los casos que cita son de expertos que mantuvieron una posición antes de la crisis, quizás reconocieron sus errores cuando aparecieron los problemas, pero luego han vuelto a reafirmarse en sus ideas originales.

Me parece lógico, hasta cierto punto. Todos partimos de una manera de ver el mundo, que condiciona nuestros análisis y nuestras acciones. A fuerza de ver las cosas de una manera, nos cuesta cada vez más entender otras maneras distintas. No es cuestión de falta de buena voluntad: nos faltan medios. Si, por ejemplo, uno se ha pasado toda la vida diciendo que las personas actúan siempre por motivos egoístas, le faltarán las categorías mentales para entender que quizás puedan actuar de otra manera, y cuando ese científico social vea un acto de generosidad, pensará, probablemente, que es un caso de egoísmo encubierto: debe hacerlo, pensará, para quedar bien, para satisfacer su ego, para obtener alguna ventaja futura,…

A menudo hay también pereza intelectual -y esto nos pasa, sobre todo, a los que nos vamos haciendo mayores. «¿Cambiar ahora mi manera de entender las cosas? Lo siento, no puedo, ya estoy cansado». Esto suele ocurrir entre los académicos: «sí, ya sé que ahora se llevan otras teorías, pero no estoy dispuesto a hacer el esfuerzo de aprenderlas».

Otras veces es un problema de soberbia. Hace falta mucha categoría moral para reconocer que nos hemos equivocado, pedir perdón y estar dispuestos a empezar de nuevo, ahora quizás desde una posición de inferioridad.

O un problema de incentivos. Cuando yo era un jovencísimo economista me propusieron colaborar con la asociación empresarial de un sector, para defender con mis escritos la conveniencia de mantener ese sector debidamente protegido mediante aranceles altos. Si hubiese dicho que sí, a estas horas sería un proteccionista convencido, aunque sólo sea porque mi cabecita habría rechazado la esquizofrenia de ser liberal a ratos y proteccionista cuando pensaba en mi remuneración. Y, claro, si quien paga, manda,… De esto habla también Kay en su artículo: de la devoción que sentimos por el poder, por los que nos financian o por los que mandan.

Entonces, ¿no hay solución? Sí, la hay, claro. Primero, porque hay muchas personas que son capaces de escuchar todas las opiniones, que participan en diálogos abiertos y, si procede, revisan sus propias convicciones. Esto no quiere decir que sean veletas que se adaptan a todas las modas: son profesionales serios, que tienen su manera de pensar, pero que no se la «creen» como si fuese una verdad divina, y están dispuestos a aprender de otros.

Esto requiere capacidad de diálogo, no silenciar a nadie (¡qué difícil es esto!), y fomentar la existencia de foros en que se escuchen todas las voces. Esto contraría, de nuevo, a la pereza mental, la soberbia y los incentivos perversos mencionados antes, pero hay que practicarlo. Y no es fácil: ¿existen foros en los que se pueda hablar, por ejemplo, de la reforma laboral de manera abierta, no dogmática, discutiendo todo, a fondo, con empresarios, sindicalistas, políticos, medios de comunicación, ciudadanos…? ¿No? Entonces, hemos de crearlos.

Otro factor de cambio es el peso de la evidencia. Claro que somos geniales a la hora de camuflar la verdad cuando no nos interesa. Pero la verdad es la verdad (y que me perdonen los del «pensamiento débil», que tanto daño nos ha hecho), y no se reconstruye con una buena combinación de mentiras. George Orwell cuenta en su novela 1984 cómo los que detentaban el poder se preocupaban de borrar cuidadosamente toda memoria de lo que no les convenía. Pero en la medida en que haya unos cuantos que se nieguen a aceptar esto, la verdad acabará imponiéndose. Por ejemplo, después de años de afirmar que teníamos el mejor sistema financiero del mundo, estamos intentando arreglar lo que ha demostrado ser un sistema muy deficiente. Por desgracia para los tiranos, los hechos acaban imponiéndose.

Y esto me lleva al último componente del cambio en que queiro fijarme aquí: las nuevas generaciones. Cuando los estudiantes de ahora preparen sus tesis doctorales, se plantearán las preguntas que ahora los del establishment intelectual nos negamos a hacernos. ¿Cuáles fueron las causas profundas de la crisis? ¿Es verdad que los agentes económicos sólo actúan movidos por el interés propio? ¿Puede funcionar un sistema financiero movido por incentivos puramente económicos? Las teorías que hoy manejamos no les servirán, y entonces tendrán necesidad de acudir a los que hoy llamamos marginales o heterodoxos. Los académicos actuales dicen que esos heterodoxos dicen tonterías y, es verdad: muchas tesis heterodoxas son tonterías. Pero también hay algunas ideas muy positivas. Escuchémosles, con espíritu crítico, claro, pero también con respeto y con curiosidad. Cuanto antes aprendamos de nuestros errores y de los suyos, antes superaremos nuestras dificultades.