La Asociación Española de Banca (AEB) señala el peligro de que, después de la intervención del gobierno en las cajas de ahorros, queden algunas «zombies», es decir, entidades con activos sobrevalorados, morosos encubiertos, insuficiente capitalización, estructuras de gobierno inadecuadas, equipos directivos incompetentes o estrategias mal definidas, que sobrevivan gracias a los fondos públicos, si su accionista público o su regulador, el Banco de España, no les obliga a cerrar cuando sea necesario (ver la noticia aquí).
La AEB barre a favor de los bancos, como es lógico. Pero el peligro es real. En la década de los noventa, el gobierno y los reguladores japoneses no se atrevieron a hincar el diente en el hueso de la situación de algunos de sus bancos, que quedaron en la forma mencionada más arriba. El resultado fue la precaria supervivencia de esas entidades, que no tenían capital ni medios para reanudar la concesión de crédito a la economía, pero que retenían a sus clientes y absorbían recursos públicos, dificultando la recuperación de las entidades sanas. Y el coste para el país fue elevado.
Ese riesgo existe también en España. No sería un problema en entidades financiadas privadamente, porque ya se encargarían sus accionistas de mover el dinero hacia donde la rentabilidad sea mayor. Pero con la protección pública, los males se pueden hacer eternos, quizás por razones aparentemente justificadas (mantener el negocio bancario en determinadas comunidades autónomas, sostener el empleo de los empleados de las cajas, ofrecer un modus vivendi a sus directivos, atender a demandas políticas de las comunidades autónomas o de los ayuntamientos efectados), pero falsas. A las autoridades no les debe temblar la mano de la hora de cortar la respiración artificial a esas entidades, si las hay, cuando, tras un periodo prudencial muestren su incapacidad para competir y crecer en el libre mercado.