Éste es el título de mi último Comentario, publicado en la web de la Cátedra «la Caixa» de Responsabilidad Social de la Empresa y Gobierno Corporativo del IESE (puede verse aquí). He aquí un resumen:
- Hace unos días asistí a una reunión de expertos en la lucha contra la corrupción. Uno de ellos presentó una propuesta que, entre otras cosas, incluía el despido inmediato de aquellos directivos o empleados que hayan participado en un acto de corrupción.
- En el turno de comentarios y preguntas, le hice notar que, con mucha frecuencia, el empleado castigado no hace otra cosa que poner en práctica las instrucciones de sus superiores. Le pregunté entonces si la decisión de despedir a los culpables de un acto de corrupción incluía a los que señalaban los objetivos de ventas y los sistemas de incentivos empleados y, consiguientemente, a los escalones superiores de la dirección de la empresa. Huelga decir que lo que me contestó no tenía nada que ver con mi pregunta.
- Poco después, en la misma reunión se suscitó una discusión sobre la política que una empresa debía seguir acerca de hacer regalos a clientes o de aceptar regalos de proveedores. La cuestión que se planteó era si es mejor establecer unos principios generales o bajar a reglas detalladas. ¿Basta decir, por ejemplo, que los regalos, tanto los dados como los recibidos, están permitidos si se cumplen los principios de independencia (el regalo debe ser de tal naturaleza y cuantía que el que lo recibe no puede sentirse movido a tomar una decisión que, sin el regalo, no habría tomado), transparencia (la atención dada o recibida nunca debe ser secreta), trazabilidad (siempre debe ser posible identificar los pasos seguidos, porque se conserva una documentación clara) y responsabilidad (el que toma la decisión de dar o recibir el regalo actúa de manera responsable, ante sí mismo, ante la empresa, ante sus colegas y ante la otra parte, y está en condiciones de dar cuenta de su decisión y de las razones que la sostienen)?
- Al llegar a este punto de la discusión, hice notar a los asistentes que había un gran paralelismo entre el problema que he mencionado antes y el de los regalos. Obviamente, funcionar por principios es mucho mejor: respeta mejor la libertad de las personas, las hace responsables, les obliga a pensar en términos éticos y ahorra muchos gastos innecesarios. Pero supongamos que, ante un regalo inadecuado, lo más probable es que la dirección proponga el despido de los empleados que lo hayan permitido o realizado. ¿Cuál será la actitud de los empleados ante esta posibilidad? Obviamente, pedirán reglas concretas, muy detalladas, y un superior a quien consultar en cada caso, mediante un procedimiento conocido y que cubra bien las espaldas del empleado.
- La cuestión no está en si los principios son preferibles a las reglas detalladas o viceversa. La cuestión es: ¿qué grado de autonomía vamos a dar a nuestros empleados? Si funcionamos con principios, debemos darles autonomía, dejarles en libertad para que tomen decisiones, permitir que se equivoquen y, en su caso, exigirles que expliquen las razones de su decisión, acertada o equivocada. Y si esas decisiones están justificadas, porque miran al bien de la empresa, de los otros empleados y del mismo decisor, y se han respetado los principios mencionados antes, la dirección debe aceptarlas y no tomar represalias contra el empleado. Si éste se ha equivocado, se le haré notar, pero sin represalias.