Sobra crispación y falta serenidad para negociar cómo vamos a salir de la situación delicada en que nos encontramos. Las protestas de los maestros de las escuelas públicas en buena parte del país son una prueba de ello. Porque hay que hacer recortes en los presupuestos públicos, y que esos recortes deben llegar a la educación.
Claro que ésta es importante para el futuro del país, pero el silogismo se acaba aquí: no vale lo de que «como la educación es importante, no hay que hacer ningún recorte». Porque hay razones para recortar (¿pueden los manifestantes asegurar que no se desperdicia ni un euro de los que van a la educación?) y hay prioridades que mantener (¿es más importante el sueldo de un maestro o el seguro de desempleo del padre parado del niño?
El lobby sindical de la educación pública es muy fuerte. Controla, claro, las consejerías de Educación y el Ministerio, cuyos funcionarios y políticos vienen casi todos del mundo educativo. Pueden tomar como rehenes a los padres con gran facilidad: primero, con el argumento de que la educación es importante (¿quién lo negará?), y, sobre todo, por el procedimiento de dejar a los niños sin escuela (¿qué van a hacer los padres que trabajan, si el niño no va a clase hoy?). Por eso aprietan fuerte. Y como el que pega primero pega dos veces, si arrancan concesiones económicas antes de que haya nuevos recortes, ellos saldrán beneficiados, a costa, claro, de los demás.
A estas alturas, hay que abrir las negociaciones. El simple careo administración-maestros va a saldarse con beneficio para éstos últimos, y, ya lo he dicho, perjuicio para los demás. Ampliar la negociación sería muy bueno: cuando se sienten en la misma mesa los maestros, los médicos, los bomberos, el Consejero de Economía y representantes de los que pagan los impuestos, sufren las huelgas y se benefician (se supone) de los servicios, las cosas irán mejor. Pero, claro, para eso hace falta un cambio de timón.