Thomas L. Friedman escribía días atrás en el New York Times sobre «Un progresista en la era de la austeridad» (en inglés, aquí). El protagonista es el alcalde de Chicago, Rahm Emanuel, que que está buscando «maneras inteligentes de invertir en educación e infraestructuras para generar crecimiento, al tiempo que recorta el gasto general para equilibrar el presupuesto -todo al mismo tiempo, y con pocos impuestos nuevos». En su presupuesto para el año nuevo, suma recortes en partidas que no tienen prioridad, para dedicar los fondos a cosas más importantes. Y todo esto, con un objetivo claro: hacer de Chicago una ciudad donde dé gusto vivir, porque entonces será una ciudad donde dará gusto trabajar, crear empresas, prosperar,…
Emanuel recuerda que en 2003 los maestros consiguieron un aumento de sueldos de dos dígitos y una reducción de horas de trabajo. Resultado: los políticos consiguieron que los maestros no hiciesen una huelga, y los maestros consiguieron lo que querían. Pero, se pregunta el alcalde, ¿puede decirme alguien lo que los chicos consiguieron?
El secreto del éxito está en saber copiar. Emanuel dice que las ideas que propone todas fueron propuestas antes, pero, al final, no se llevaron a la práctica. Y concluye: ya no tenemos la posibilidad de volver a retrasarlas. Ya no podemos pegar patadas a la lata, carretera adelante, porque la carretera se ha acabado. A ver cuántos «copiones» aparecen en nuestro país…
Es curioso, porque el argumento principal del artículo es algo así ‘vamos a dejarnos de hacer política y pongámonos a trabajar’. Es una idea que se va extendiendo y que va en la línea de retirar (digámoslo así) politicastros e ideologías y volvamos a la tecnocracia. Tiene sus ventajas (sale más barato) pero también sus inconvenientes: ¿qué entenderán los tecnócratas de hoy por bien común?