Adam Minter publica en Bloomberg un comentario sobre la tragedia de un «buen samaritano» chino (aquí, en inglés). El 20 de noviembre de 2006, Xu Shuolan una señora de 65 años, bajó del autobús en Nanjing, se cayó y se rompió varios huesos. La gente pasó de largo, excepto Peng Yu, un chico de 26 años que la recogió, la llevó al hospital y pagó los gastos de atención médica (en China no hay un seguro para todos como tenemos aquí). Buena acción, ¿no? Pues la señora Shuolin lo demandó, pidiendo una compensación de 7.000 euros, que el juez le concedió, con el peregrino argumento de que nadie paga los gastos de otra persona si no tiene la conciencia intranquila.
Delicioso, ¿no? El caso del «buen samaritano» ocupó páginas y páginas de los periódicos, las webs y las redes sociales, acerca del deterioro moral de China. Llueve sobre mojado: la gente tiene miedo a ayudar a otros, para no ser objeto de demandas judiciales.
¿Conseguiremos elevar la moralidad del pueblo chino, se preguntaban los que discutían sobre el tema? Hasta que el 16 de enero pasado una revista reveló que Peng Yu había confesado haber empujado a la señora Shuolin, y que se habían puesto de acuerdo en pagarle una cantidad, a cambio de ser reconocido por todos como un «buen samaritano».
La noticia continúa, ahora para discutir por qué los que tenían la información desde 2006 no la habían hecho pública durante seis años. Como decía un comentarista, «si la justicia tardía no es justicia, ¿cómo debemos llamar a la verdad tardía?». La discusión está ahora en el papel de los periodistas que, en lugar de buscar y publicar la verdad, prefirieron crear un estado de opinión cada vez más divergente entre la sentencia, que parece que era correcta, y el furor del hombre de la calle, que era un furor manipulado.
Mis moralejas son más de ir por casa. No juzguemos por las apariencias. Y preguntemos a nuestros medios de comunicación, a los periodistas que trabajan en ellos, a los que participan en las redes sociales (o sea, a usted y a mí) si somos honrados e íntegros en nuestros juicios morales.