Ya he contado a mis lectores lo bueno que es leer, aunque sospecho que no necesitan que les predique sobre esto. De todos modos, he encontrado en el suplemento Life & Arts del Financial Times de hoy un interesante comentario de Matthew Engel sobre el declive de las bibliotecas públicas en el Reino Unido («On borrowed time», aquí, en inglés).
Su punto de partida es bien conocido: los recortes del gasto público caen también, inexorables, sobre las bibliotecas públicas. Engel cuenta algunas anécdotas, incluyendo las reacciones de algunos intelectuales -sin omitir un detalle irónico, cuando compara esas reacciones a las que acompañaron el cierre de muchas estaciones de tren en los años sesenta: bibliotecas y estaciones que «son lloradas por gente que nunca las usó cuando existían».
Pero lo que me interesa es las sugerencias con las que Engel acaba su artículo. 1) Lo que la gente (niños y mayores, sobre todo) necesita ahora es, sobre todo, acceso a un ordenador en un lugar tranquilo, con alguien que les ayude en su búsqueda (porque no basta tener acceso a miles de fuentes de información: ahora lo importante es saber cómo seleccionar entre esas fuentes). 2) Las bibliotecas deben seguir siendo una fuente de aprovisionamiento de libros, aunque muchas veces no hará falta que los guarden las mismas bibliotecas, sino que tengan acceso a otras mayores. 3) Si las bibliotecas decaen, dice el autor, quizás haya que buscar otro lugar en que los niños tengan acceso a los libros: ¿qué tal las escuelas?
Y acabo donde vengo acabando desde hace tiempo. ¡Qué pena que desaparezcan las bibliotecas!, de acuerdo. Pero, ¿por qué no dejamos correr la imaginación para buscar soluciones creativas, probablemente más baratas e integradas con otros medios? Pero, eso sí, sin anteponer derechos corporativos, y dispuestos a colaborar, o sea, a renunciar para que otro dé el servicio.