Leí hace unas semanas un corto en el Financial Times sobre el gran jefe de Fiat y Chrysler, Sergio Marchionne. El periodista lo presentaba como el «verdadero reformador» de la economía italiana, algo así como Mario Monti sentado en la mesa de una gran empresa.
La revolución de Marchionne tiene, según el Financial Times, varias facetas. Apuesta por unas relaciones laborales mucho más flexibles, enfrentándose en esto con Confindustria, la patronal (el periodista anunciaba que Fiat dejaría de ser miembro de la patronal en breve plazo) y con los sindicatos. Y apuesta por llevar a cabo inversiones importantísimas en Italia, cuando el sentido común y el sentido comercial le recomendarían invertir fuera (claro que, ¿cómo van a aceptar su revolución, si desinvierte en Italia y se lleva el dinero fuera).
Marchionne ha conseguido buenas relaciones con los sindicatos, apostando por crear empleo, pero poniendo condiciones: salarios altos pero menos tiempos perdidos, menos facilidades para «ponerse enfermo», más turnos de noche y menos huelgas.
Está bien quejarse del gobierno, de los sindicatos, de los consumidores, de los bancos, de Alemania, del Banco Central Europeo y del lucero del alba. Pero, ¿por qué no nos ponemos a hacer algo nosotros, cada uno de nosotros, independientemente de lo que hagan los demás? ¿O tendremos que aplicar a nuestro país lo que Marchionne decía de los italianos en la inauguración de la planta de Pomigliano, cerca de Nápoles, en diciembre pasado: Italia es un país «en el que el que gana el que grita más, en el que la gente habla mucho, escucha poco y hace menos aún, y en el que los esfuerzos se hacen más delante de una cámara de televisión que en la vida real»?