El lector me dirá que estoy obsesionado con el tema de la remuneración de los altos directivos. Me parece que no. Pero me inspira muchas consideraciones, desde el punto de vista de la economía, la sociología, la política, la ética,…
John Kay, a quien ya he citado otras veces, titulaba hace años (nada nuevo bajo el sol) un artículo sobre este tema «Son los grandes egos, no los mercados, los que inflan las remuneraciones de los ejecutivos». Tenía razón. Primero, esos sueldos no se fijan directamente en el mercado, sino con la intermediación de un comité de nombramientos y remuneraciones dentro del Consejo de Administración, y la colaboración de un head hunter, ambas instancias muy alejadas de la libre competencia del mercado de telefonistas, todas con parecidas cualificaciones (que me perdonen, porque estoy siendo injusto con ellas) y aspirando al mismo puesto de trabajo en números muy altos. Kay decía que la remuneración de un gran futbolista o un cantante de rock la establece el mercado, pero la de un director de empresa no.
Además, se trata de puestos muy deseados (los de los directivos, aunque ahora también lo sean los de las telefonistas), por su prestigio, su aureola, sus ventajas. Y esto explica también, según Kay, sus altas remuneraciones. Porque, en esos niveles, el sentirse diferente es importante -por ejemplo, no tener que pasar por la cola del aeropuerto, aunque sea filtrada por la sala VIPs.
Kay añadía algo más, que me parece relevante. El éxito del alto directivo depende muchísimo del trabajo de sus empleados, con sus salarios modestos, que, probablemente, les motivan menos que las ganas de hacer las cosas bien y de tener un puesto de trabajo satisfactorio. Y Kay acababa su artículo diciendo que «sería bueno mantener este resultado, si esto se pudiese aplicar también a la alta dirección».