Me temo que sí, que somos unos egoístas. Me refiero a mi generación. Al menos ese es el punto de vista de John Kay, hoy, en el Financial Times, cuando recuerda que nuestra feliz generación debe devolver lo que recibió por su buena fortuna (aquí, en inglés). Kay es muy duro con nosotros, los que nos beneficiamos de una ola de prosperidad que no la hicimos nosotros, sino que nos la dieron; con una universidad fuertemente subvencionada, con un mercado de trabajo feliz, con oportunidades por todas partes. «En 1968, dice, nos manifestamos para cambiar el mundo (…) pero cuando este intento fracasó, mis contemporáneos cambiaron sus trajes y tomaron empleos en los bancos de inversiones. Y entonces gobernaron el mayor mercado alcista de la historia, y se beneficiaron de él». (Nótese que Kay cambia el sujeto: nosotros nos manifestamos, pero ellos se colocaron en los bancos de inversiones. ¡John, estás haciendo trampas!).
Es lógico, dice, que ahora no podamos subvencionar una universidad a la que ya no va el 10% de los jóvenes, sino el 50% (se refiere al Reino Unido, pero en España el problema es parecido), y no podamos asegurar un buen empleo y salarios altos y crecientes a esa ola de gente preparada que está llegando a la edad de trabajar, ni podamos garantizar una pensión que se revise al alza cada año,… «La equidad intergeneracional, dice, es una frase fea, pero un concepto importante».
Kay no da soluciones. No las tenemos. Pero al menos lo que dice sirve para que todos hagamos un serio examen de conciencia. Los mayores, que somos los egoístas, y los jóvenes, que crecieron con la expectativa de que su vida sería tan agradable y próspera como la de los mayores, y que ahora tienen que trabajar dura, como hicieron sus abuelos, pero quizás no sus padres. Todos necesitamos una inmersión en la verdad. Claro que, si negamos que haya una verdad, como dicen las filosofías postmodernas, yo me quedo con la mía y tú con la tuya. Y no nos pondremos de acuero. Pero por ahí no vamos a ningún sitio.