Estamos en el proceso de reformar nuestro Estado del bienestar, haciéndolo sostenible sin detrimento de la justicia. Me parece que en esa reforma hemos de tener en cuenta varias cosas.
Una: no debemos enfrentar eficiencia económica y justicia. Claro que se pueden presentar como dos opuestos, pero no tienen por que serlo. El Estado del bienestar, en principio, parece enfrentarse con la eficiencia, en cuanto que cambia los incentivos de las personas. El seguro de desempleo, por ejemplo, se financia mediante cotizaciones sociales sobre los que trabajan, y proporciona rentas a los que no trabajan. O sea, castiga al que trabaja y premia el que no trabaja. Es, pues, un incentivo perverso, que conocemos muy bien. Lo que hay que hacer es, por tanto, revisar los incentivos que crean las políticas sociales. Y esto no es contrario a la justicia. Nadie afirmara, probablemente, que los países nórdicos no tienen un Estado del bienestar muy desarrollado, pero allí se retira el seguro de desempleo al que no está dispuesto a aceptar un puesto de trabajo adecuado o participar en cursos de formación que le cualifiquen para un nuevo empleo. Esto aquí es herejía para nuestros sindicatos, pero ya se ve que estos no están por la sostenibilidad del sistema.
Relacionado con lo anterior está el tema del respeto a la dignidad de los beneficiarios, del que ya he hablado hace tiempo. Un Estado del bienestar generoso produce beneficiarios asistidos, pero probablemente no respetados, si les induce a ‘vivir’ del subsidio. Detrás de esto hay un problema de concepción de la persona en el que no puedo entrar aquí, pero que es clave para entender qué pasa con el Estado del bienestar. Si las personas se mueven solo por motivaciones extrínsecas, si lo único que les importa es lo que ganan y lo que consumen, entonces lo que hay que hacer es darles más -pero esto provoca la ineficiencia señalada antes y la insostenibilidad del Estado del bienestar. Claro que inducirá la gente a vivir sin trabajar o a explotar el Estado del bienestar no parece compatible con una concepción seria de la dignidad de la persona (aunque algunos así lo piensan).
Y esto me lleva a la tercera consideración que quería hacer. Lo que tenemos ahora son dos concepciones extremas. Para unos, toda la protección social es un robo y una ineficiencia. Para otros, hay que dar al sujeto todo lo que necesite, aunque esa necesidad se la haya creado el mismo, culpablemente (probablemente porque echamos atribuimos esa culpa a la sociedad, al mercado o al sistema, no a las personas). Es verdad que las posturas reales no son tan extremas, pero, en el fondo, seguimos pensando solo en términos de dos agentes, Estado y mercado. Y nos olvidamos al tercero, la sociedad civil. Sin ella, el problema es producir (mercado, eficiencia) y repartir (Estado, solidaridad): el conflicto esta servido. A lo mejor tendríamos que pensar como introducir a la sociedad civil en esto, es decir, como dejar que participen las iniciativas creadas por la sociedad, no por el Estado, para solucionar los problemas sociales, dejando un amplio margen de libertad de elección y orientando la atención de las necesidades sociales a las personas concretas, y no tanto a la cantidad de recursos que se les hace llegar. Claro que esto viene complicado porque el Estado no quiere renunciar a su cuasi-monopolio de la solidaridad (vía impuestos y Estado del bienestar), a las ONGs les viene muy bien que el Estado les financie (aunque esto se está acabando como consecuencia de la crisis) y a los particulares les viene muy bien que el Estado se haga cargo de la atención de las personas con necesidades. Pero el hecho de que todos estén felices no significa que esta sea la mejor solución, como he apuntado mas arriba.