Todos estamos preocupados por cómo saldremos de la difícil situación económica, social, política y humana en que nos encontramos. Buscamos alternativas a la «austeridad por encima de todo». Y una de ellas es la economía verde. Leo un interesante artículo en Project Sindicate, de Roland Kupers, titulado «¿Una alternativa verde a la austeridad?» (aquí, en inglés). Me gusta por el realismo que muestra, aun siendo un autor claramente favorable a esas soluciones verdes. Realismo que se pone de manifiesto en frases como «es fácil encontrar anécdotas que muestran» que la economía verde funciona, y otras cosas es demostrar que «es capaz de revitalizar toda la economía».
Kupers señala también que «los autores [de unos libros que él presenta] dan un salto de fe, al pasar de las conclusiones [sobre algunos aspectos parciales de la ecología económica] a la economía en su conjunto; (…) aunque el valor de esos estudios radica en la luz que arrojan sobre partes de la economía, los titulares se refieren invariablemente al conjunto, en términos de crecimiento del PIB y empleos«. «No podemos probar que una ola de innovación medioambiental tendrá un efecto similar [al de innovaciones pasadas, como la máquina de vapor o la revolución de las TIC] (…) Un montón de informes sobre el crecimiento verde muestra la plausibilidad de una senda de recuperación a partir de la crisis actual» basada en la economía verde. «Ahora nos toca a nosotros hacer realidad su potencial».
Lo cual me parece bien, con tres matizaciones. Una: el impulso de la economía verde no lo hace primeramente el sector privado, sino el público, con unos recursos escasos, muy escasos hoy en día, cuya eficacia no conocemos. La experiencia sobre decisiones de impulso del crecimiento económico a cargo del sector público no es muy exitosa, aunque, claro, hay algunos ejemplos positivos.
Dos: aunque la economía verde sea una revolución, debe construir encima de la economía convencional. Como explica Kupers, no se trata solo de tejados cubiertos de paneles solares, sino de cambiar la tecnología para producir cosas ordinarias (él cita el ejemplo de los aviones).
Y tres: a menudo las acciones para promover la economía verde son muy poco sensatas. Baldiri Ros, Presidente del Institut Agrícola Sant Isidre, publica una diatriba contra algunas de esas iniciativas, con el sugerente título de «Amor mío,… ¿crees que podremos pasar el año solo con unas cuantas macetas de lechuga en el balcón» (aquí). El título ya sugiere que está criticando a la «ecología social«, la «granja social» o los «mercados de proximidad«, pero también a las iniciativas públicas (y se refiere concretamente a las de la Generalitat de Cataluña) cuando, cediendo a las presiones de los ecologistas, complica la gestión de la agricultura con prohibiciones y, a menudo, también con sanciones, cuya racionalidad económica es muy limitada. «Detrás de cada conflicto medioambiental, la respuesta ha sido y es bloquear la actividad económica existente y abrir un procedimiento sancionador, si fuera necesario». Y, coincidiendo con Kupers, añade: «Uno de los grandes defectos de la transversal ciencia ecológica en cuanto a su aplicabilidad útil a los colectivos humanos ha sido, y es aun hoy, el de no haber sabido indicar ningún posible modelo económico capaz de generar sinergias que hagan compatible el desarrollo económico con los comportamientos ecológicos necesarios a la sociedad que desea asumirlos».