Leo en el Chicago Tribune de hace unos días la noticia de que un profesor de la Universidad de Illinois ha tenido que pagar una multa por no asistir a la clase de ética que todos los funcionarios del Estado de Illinois deben tomar cada año, de acuerdo con la «State Officials and Employees Ethics Act» (aquí, en inglés). El tema es espinoso, pero no me resisto a hacer unas cuantas consideraciones, sin pretensiones de exhaustividad.
- Es una tontería: es solo una hora al año, y puede ser llevada a cabo on-line (lo que plantea la cuestión de si tiene sentido semejante «curso de ética»).
- Pero es una cuestión de principio: el Estado no es quién para obligar al empleado a algo que, en palabras del profesor, Lou van den Dries, significa que «el Gran Hermano nos está reduciendo al estatus de niños».
- Y puede ir a más: «puedo soportar la pequeña tiranía de esta formación en ética, pero me preocupa que este tipo de cosas empeore con el tiempo».
¿Qué podemos decir sobre este caso?
- La administración del Estado puede requerir a sus empleados que observen ciertas reglas de comportamiento, que pueden coincidir con la ley o ir más allá de ella. Esas reglas pueden ser de naturaleza ética (un código ético propiamente dicho) o no (un código de buenas prácticas o de buena conducta).
- En todo caso, debe haber una razón suficiente para su imposición (por ejemplo, los funcionarios que participan en procesos de decisión sobre concursos o contratos públicos pueden estar sometidos a reglas específicas sobre corrupción, que se aplicarán de otro modo a los funcionarios que no tengan relación con el público).
- Por ello, parece no ser una buena idea que todos los funcionarios deban recibir la misma formación. Pero, en definitiva, esta es una cuestión de conveniencia.
- El Estado de Illinois puede también exigir a sus empleados el conocimiento de esas reglas (y parece que eso era la hora de formación: pasar una prueba sobre contenidos, con la posibilidad de completar la formación on-line). Variantes de esto son firmar el código, entregar al superior una declaración de que ha leído el código y se da por enterado, etc.
- En la medida en que ese conocimiento y la puesta en práctica del código no sean elementales, la Administración puede ofrecer, e incluso exigir, una formación práctica sobre estos aspectos (discusión del contenido del código, modos de aplicarlo, cómo actuar en casos complicados, etc.).
- En la medida en que se trate de una formación filosófica o religiosa de contenido ético, entiendo que el empleado tiene derecho a la objeción de conciencia (por ejemplo, porque la ética que se le ofrece no es compatible con sus convicciones). En este caso, se puede prever una formación alternativa.
Este tipo de conflictos tiene difícil solución cuando se concibe como un enfrentamiento entre el interés del empleado y el interés del Estado, y me da la impresión de que este es planteamiento del problema que nos ocupa, entre un funcionario que no quiere dar su brazo a torcer y una Administración que ha elaborado una regla y la exige a todos porque es lo más cómodo y efectivo.
Puede haber, de todos modos, un segundo plano, más profundo, cuando se enfrenta la libertad de conciencia del empleado con el bien común de la comunidad. Así planteado, la primera debe predominar siempre (no se puede obligar a nadie a actuar contra su conciencia), pero, como ya he dicho, me parece que aquí el problema se acerca más al del conflicto de intereses.