La crisis impulsa las monedas alternativas, según un artículo publicado en Ara (aquí, en catalán). Es lógico. Probablemente, el dinero nació así: utilizamos la sal para intercambiar pieles por carne y pescado por flechas. Dentro de una comunidad reducida, era una buena solución, que ahorraba en lo que llamamos ahora «costes de transacción», los costes de tiempo y recursos en que debe incurrir el que ha curtido la piel de una foca y necesita carne. Podía buscar a alguien que tuviese carne y necesitase una piel, pero era más cómodo colocar a una persona la piel a cambio de sal, y cambiar la sal por carne con otra persona.
Las monedas alternativas tienen la ventaja de que hacen patente el intercambio dentro de la comunidad: «crean comunidad», dicen sus partidarios. Y, como las «fabrica» esa misma comunidad, tienen una función de crédito: hoy recibo 10 unidades de la moneda, que puedo gastar inmediatamente, antes de que yo tenga tiempo de producir algo por valor de esas 10 unidades. Por eso son bien recibidas por los vecinos.
Y los comerciantes de la localidad están contentos, porque lo que los vecinos gastan en la moneda local no puede comprar fuera del barrio. Es lo que nos ocurría cuando teníamos la peseta: era una moneda solo útil en nuestro «barrio», España. Porque las monedas alternativas tienen un ámbito limitado. Y, por tanto, conceden un cierto poder de monopolio a los que funcionan en ese ámbito: hay que gastarlas en la tienda del barrio, porque en el supermercado de más allá no las aceptan. O, si las aceptan, lo harán con un descuento, o sea, perderemos dinero si tratamos de usarlas en otro lugar.
O sea, la moneda alternativa soluciona algunos problemas, pero en nuestra sociedad amplia no puede sustituir al euro, como la peseta no podía sustituir al marco alemán o al dólar, cuando queríamos comprar o vender fuera de España. Y cuando tratamos de ampliar el ámbito de uso de nuestra moneda alternativa, esta se parece cada vez más, primero a la peseta, y luego al euro.
¿Quién tiene derecho a emitirla? Porque el que la emite ha descubierto un gran negocio: imprime un papel que cuesta unos céntimos, y lo cambia por mercancías mucho más caras (algo que descubrieron los gobiernos y los bancos centrales hace ya siglos: el derecho de señoriaje, que nos preocupa poco cuando manejamos unos pocos billetes, pero que puede despertar apetitos cuando el volumen sea mucho mayor).
Y, ¿quién garantiza su poder de compra? ¿Por qué 10 unidades de moneda alternativa por una barra de pan, y no 9? Acabamos de descubrir la inflación, como consecuencia, no siempre deseada, de la emisión de monedas alternativas. Y, claro, de ahí se deriva el problema de competencia entre monedas, cuando la del ayuntamiento del pueblo compite con la de la asociación de comerciantes de la calle Mayor,…
En fin, si avanzamos por el mundo de las monedas alternativas, ¡bienvenidos al apasionante mundo de la teoría monetaria!