A través del blog de Greg Mankiw, llego al conocimiento de un artículo de Nicholas Eberstadt en el Wall Street Journal del pasado viernes (aquí, en inglés). Lo de que los norteamericanos ya no son lo que eran se refiere al contenido de ese artículo, que explica cómo la sociedad norteamericana ha ido cambiando su manera de entender el Estado del bienestar y los llamados derechos sociales. En sus orígenes, un país joven, lleno de recursos y de oportunidades no quería oir hablar del Estado del bienestar (que, por otro lado, entonces no existía); la idea de que alguien viviese de la caridad, privada o pública, no cuadraba con la mentalidad norteamericana.
Todo esto ha ido cambiando. La frontera llegó al Pacífico. Las oportunidades de disfrutar de un buen nivel de vida contando solo con el esfuerzo y los medios privados se mantuvieron altas. Pero, poco a poco, la idea de que «tengo derecho a» una generosa pensión, una asistencia sanitaria suficiente, una ayuda en caso de desgracia familiar,… fue cuajando. El artículo de Eberstadt da algunas cifras. Lo que a este lado del Atlántico llamamos el Estado del bienestar ha crecido un 727% en cincuenta años, corregido por la inflación; o sea, un 4% más cada año. La administración federal gasta ahora dos terceras partes de su presupuesto en estas partidas. Y, concluye, la sociedad estadounidense está a punto de cruzar una frontera que hace pocos años era impensable: aquella en la que en la mitad de las familias del país hay al menos una persona que recibe transferencias sociales del gobierno. Se explica así, dice el autor, que la resistencia al crecimiento del Estado del bienestar sea cada vez más débil.
«Con su pan se lo coman», me dice el lector. Es su problema, no el nuestro. Bueno, nosotros les hemos precedido en ese camino. Pero, ¿por qué nos preocupa?
Eberstadt dice que el problema va a ser, cada vez más, cómo financiar ese gasto. De hecho, la explosión de la deuda pública norteamericana (y europea, y española) es la consecuencia inmediata de aquella tendencia. Esto tiene, al menos, tres dimensiones. 1) El crecimiento de los gastos sociales no genera nueva riqueza, de modo que nos encontramos con una sociedad que acaba gastando más de lo que produce, y eso es insostenible. 2) En Estados Unidos esto es menos urgente, porque han encontrado la manera de que les financien otros (los chinos, los productores de petróleo,…). A nosotros ya se nos ha acabado este chollo. 3) Lo que acabo de decir traslada el problema al plano mundial. El exceso de gasto significa, a la larga, una transferencia de recursos hacia los ciudadanos de otros países. Dentro de pocas décadas, un porcentaje creciente de nuestra capacidad productiva, de nuestra riqueza, estará en manos de extranjeros, a cambio de pagar nuestras pensiones y nuestra sanidad de entonces, o la deuda en la que hemos incurrido ahora. Y, por tanto, cada vez será menos una cuestión de «con su pan se lo coman» los deudores, porque los acreedores querrán tener algo que decir. «Vamos a discutir, nos dirán, con qué pan se lo van a comer ustedes, a qué precio, y con qué condiciones».
Es lógico que la gente se olvide de las consecuencias macroeconómicas de sus decisiones, sobre todo cuando se acerca a la edad de la jubilación. «A mí, deme una buena pensión, o una sanidad eficiente, y ya está. Tengo derecho a ello, ¿no?». Pero alguien tiene que pensar en el largo plazo.
No tengo respuestas. Una la pueden dar los economistas: ¿cómo será el reparto de los recursos en el futuro? Otra la darán los filósofos: ¿qué concepción del ser humano tenemos, que nos lleva a esas conductas que al menos parecen insostenibles? Y la tercera la tendremos que pensar unos y otros: ¿había que cambiar los incentivos que nos mueven? Porque está claro que los que tenemos ahora no nos llevan a la sostenibilidad, sobre todo en una economía global. A Eberstadt le preocupa ese camino hacia la no sostenibilidad, «pero, dice, hay otra posibilidad aún más terrorífica: que el camino actual sea sostenible durante más tiempo del que imaginamos».