Hoy en El Periódico escribo sobre el tema de esta entrada (aquí, para suscriptores). Necesitamos, en efecto, más diálogo, para lo cual hace falta una actitud de escuchar al otro (actitud que falta, en muchos casos), buscar y manejar la información adecuada (no manipularla), una actitud de apertura (estar dispuesto a ceder en algo), visión de conjunto (no conformarnos con visiones parciales, en las que los «expertos» nos encontramos muy cómodos), dar voz a todos (por ejemplo, que cuando discutimos sobre los recortes del gasto público, no hay que oír solo a los «recortados» y a los «recortadores», sino a otros muchos: porque en la congelación del sueldo de los funcionarios, por poner un ejemplo, tenemos algo -mucho- que decir los que somos clientes de las administraciones públicas, los que pagamos los impuestos, los que sufrimos las huelgas de los funcionarios y otros muchos).
Diálogo, digo en el artículo, no significa resolver todos los asuntos en una asamblea pública, sino intercambiar información e ideas en foros muy diversos. Recuerdo que, hace ya muchos años, cuando en Estados Unidos salía un asunto a la palestra (por ejemplo, la sugerencia de un cambio en los impuestos), aparecían, al cabo de unas pocas semanas, estudios bien elaborados por think tanks de diversas tendencias, que nutrían, con sus análisis, más o menos objetivos o sesgados, los puntos de vista de los ciudadanos. Aquí esto brilla por su ausencia. Predomina la descalificación, el negar al otro el derecho a discrepar y otros medios que quizás sean efectivos, pero que no ayudan a resolver los problemas.
Por ello, acabo mi artículo diciendo que diálogo significa también generosidad. Yo no tengo todos los datos, yo no tengo toda la información y puedo estar equivocado. De modo que debo -es un deber cívico y moral- escuchar a los demás, atenderles. Y, si ellos están en la verdad, reconocerlo.