Vamos avanzando en responsabilidad social, de la mano de la crisis. CompromisoRSE publica la noticia de que «100 empresas se unen contra el desperdicio alimentario» (aquí), en una iniciativa pilotada por AECOC y secundada por empresas y asociaciones del sector de la alimentación y distribución de alimentos. La noticia informa de que el desperdicio per capita de los consumidores de los países avanzados de Europa y Norteamérica, incluida España, es de 95-115 kilos al año, frente a los 6-11 kilos por persona de África y el Sudeste asiático.
Es el resultado de varias causas. Una es la mejora del nivel de vida: los consumidores no queremos productos «defectuosos», incluyendo ahí no solo un melocotón echado a perder, sino uno que no tenga la forma bonita que esperamos encontrar en la frutería (a lo mejor los consumidores sí lo compraríamos, pero los distribuidores nos «ahorran» esa decisión, retirándolo del mercado). Otra es el resultado de los procesos de producción y distribución, desde pequeñas cantidades que no caben en la caja que se envía al supermercado hasta lo que se estropea en el proceso de fabricación de mermeladas o yogurs, etc. Luego está lo que las tiendas no consiguen colocar a tiempo. Y los productos caducados. Y lo que sobra en el restaurante o en el bar, que no vuelve a la cocina, como es lógico, ni siquera cuando el cliente ni lo ha tocado. Y lo que sobra en la familia, que no tenemos tiempo de reciclar, o no sabemos cómo hacerlo o, simplemente, no nos gusta que reaparezca en la mesa en forma de croquetas caseras, o de empanada o de tantos otros productos que las generaciones anteriores nos habituamos a saborear, porque, como decía mi madre, la vida no estaba para ir tirando la comida.
Digo todo esto porque, me parece, necesitamos una reflexión colectiva, social, sobre este problema. Que tiene muchas dimensiones. Una, claramente, de seguridad e higiene alimentaria. Otra, de costes de distribución (recogida de alimentos sobrantes, almacenamiento, redistribución, etc.), como conocen muy bien los bancos de alimentos. Otra, de formación e información en la familia.
Y hay también problemas económicos de cierta envergadura, que pueden ser obstáculos importantes. Supongamos que un porcentaje relevante de los alimentos que salen de la fábrica o del agricultor regresa al circuito comercial. ¿Qué pasaría a corto plazo? Indudablemente, una pérdida para ellos, porque bajarían los precios (de calidades peores) y la demanda no aumentaría proporcionalmente. Claro que podríamos enviar esos productos a las familias necesitadas o a países que sufren hambrunas, pero esto podría también desincentivar la producción y distribución de los canales próximos a esas personas o países: lo mejor para los agricultores de las zonas próximas a un país con una crisis alimentaria es que demos dinero a los necesitados para que les compren a ellos, no que inundemos el mercado con nuestros alimentos sobrantes, en perjuicio de aquelllos agricultores.
Bueno, ya está bien de poner pegas. La noticia que he mencionado al principio nos habla de una variedad de problemas: unos, morales (¿tenemos derecho a destruir más de 1.300 millones de toneladas de alimento al año, como dice CompromisoRSE?); otros, sociales (¿no deberíamos tener en cuenta a las personas que están ahora en situaciones de pobreza, en países en vías de desarrollo o en nuestras mismas ciudades industrializadas?); otros económicos (¿quién debería hacer frente a los costes de recogida y redistribución de esos alimentos? ¿Cómo deberíamos tratar las consecuencias para los agricultores y distribuidores mencionados antes, si es que es un problema importante, que me parece que lo es, pero no estoy seguro de ello?), y otros políticos (porque habría conflictos con las importaciones o exportaciones de otros países, con los lobbies correspondientes, etc.).
Ante todo esto, no recurriré a la solución típica de encargar un estudio, sino otra más humanitaria y social. A corto plazo, multipliquemos los medios para que los alimentos que ahora se desperdician lleguen a los que los necesitan (implicando no solo a los bancos de alimentos y ONGs y a los restaurantes y supermercados, sino también a voluntarios, transportistas, almacenistas, etc.). A largo plazo, que los economistas nos ofrezcan soluciones para las conclusiones desagradables del aumento de la oferta de alimentos que aquí proponemos. Y a medio plazo, quizás deberíamos ayudar a todos a ser más conscientes de que el problema del hambre existe, es importante, nos afecta a todos, y que todos podemos hacer algo para solucionarlo (con ejemplos de qué puede hacer cada uno). Con imaginación que, como decía un profesor que vino a dar una conferencia a la Universidad de Barcelona cuando yo a duras penas llevaba unas semanas en la Facultad de Económicas, es la «virtud» más importante para un economista -y para un sociólogo, y un psicólogo, y un filósofo, y un político, y…