Hace un par de días mi colega del IESE Rolf Campos nos hizo circular en el Departamento de Economía un artículo sobre los multiplicadores fiscales. Con esos multiplicadores se trata de dar respuesta a preguntas como: si el gobierno retira un euro de renta de las familias, mediante impuestos, o un euro del gasto público, aplazando la construcción de una carretera o reduciendo el sueldo de un funcionario, ¿cuál es el impacto total de ese euro sobre el producto interior bruto: cero, menos de un euro, un euro exactamente o más de un euro? La pregunta es relevante para cuestiones de política fiscal, incluyendo los recortes presupuestarios a los que asistimos en estos últimos años. Rolf hacía notar que, aparentemente, el cálculo de los multiplicadores fiscales es muy sencillo: veamos dentro de un tiempo el efecto de las medidas fiscales sobre el producto interior bruto, y ya está. Pero Rolf, con muy buen criterio, hacía notar que esa sencillez es ficticia, porque pasan muchas cosas al mismo tiempo en un país, y es imposible determinar el efecto de una de ellas. En concreto, la reacción de los agentes económicos a las medidas de austeridad será distinta en función de factores como la disponibilidad de crédito, el nivel de los tipos de interés o las expectativas de beneficios de las empresas.
Rolf añadía un argumento más. Supongamos que conducimos un coche y deseamos ir a una velocidad constante. Cuando llega una cuesta arriba, el coche pierde velocidad, de modo que pisamos más a fondo el acelerador para mantener la velocidad prevista, y lo contrario ocurre cuando estamos en cuesta abajo. Ahora tratemos de determinar si el consumo de gasolina influye en la velocidad del coche. El sentido común dice que sí, pero la prueba empírica nos dirá que no, porque la velocidad será la misma tanto si apretamos más el acelerador como si reducimos gas. Pues, concluye Rolf, lo mismo pasa con la economía. En un momento en que otras fuerzas quitan empuje (el equivalente a la cuesta arriba), el impulso fiscal no se traduce en una aceleración del PIB, y lo contrario ocurre cuando esas otras fuerzas tienden a acelerar la demanda.
Rolf, claro está, no pretendía decirnos que los seres humanos somos máquinas, que reaccionamos pasivamente ante los impulsos fiscales o de otro tipo. Pero otro colega, Pedro Videla, aprovechó la ocasión para darnos una lección de sentido común, que a menudo nuestros políticos olvidan (y también muchos economistas). «No me gusta, decía Pedro, la analogía del pedal [del acelerador]. Supone que la economía es una máquina (como un avión, que tiene un «aterrizaje suave»). Esto es falso; el coche no puede ajustarse a la acción del conductor, pero la gente lo hace». Y citaba a Adam Smith: «El hombre de sistema… está a menudo enamorado de la supuesta belleza de su plan ideal de gobierno, y no puede admitir la menor desviación de ninguna parte de ese plan. Lo establece completamente y en todas sus partes, sin atender a los grandes intereses o a los fuertes prejuicios que se oponen a él. Le parece que puede organizar los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma facilidad con la que ordena las piezas de un juego de ajedrez. No considera que las piezas que están sobre el tablero de ajedrez no tienen otro principio de movimiento que la mano que los desplaza, pero que en el gran tablero de la sociedad humana cada pieza tiene un movimiento por sí misma, que será diferente del que el legislador ha elegido».
Me encantó ese recuerdo de que no somos máquinas. Y me gustaría que todos reflexionásemos sobre esto. Los políticos, que piensan que basta poner algo en las páginas del Boletín Oficial del Estado para que los problemas se resuelvan. Los economistas, que solemos dar recetas preparadas en nuestra torre de marfil, sin contar con los sentimientos, manías, querencias, intereses y errores de los agentes económicos. Los empresarios, que piensan que por haber dictado una política ya no hay que preocuparse más sobre aquel tema, más allá de hacer que todos la cumplan a rajatabla. Los medios de comunicación, que con tanta frecuencia identifican buenas intenciones con realizaciones. Los ciudadanos, que juzgamos alegremente a los gobiernos por las políticas que deberían o no deberían llevar a cabo, como si nosotros (o los otros) fuésemos aquellas piezas de ajedrez.
Y, volviendo a los economistas (y a otros científicos sociales), pensemos si nuestra concepción de la realidad es coherente con la visión que nos recordaba Pedro Videla. Porque los seres humanos no somos máquinas, sino que aprendemos y cambiamos. Lo cual hace difícil la manipulación. Pero también hace más fascinante la tarea de entender la vida social y económica, y ayudar a ordenarla.