En una entrada anterior (aquí) daba mi opinión sobre por qué tenemos un problema tan grande de corrupción política en España (aquí). La simple lectura de aquellos párrafos ya nos lleva a pensar que no hay soluciones fáciles. Lo primero que se nos ocurre, claro, es la política del palo y de la zanahoria y como la corrupción es un mal, más palo que zanahoria. O sea, intensificar los controles, los informes, la denuncia… y las investigaciones, la fiscalización, las penas… Bien, no diré que esto sea superfluo, pero difícilmente será una solución no ya definitiva, sino suficiente.
Tomemos un ejemplo particular (inventado, pero, probablemente, posible). En un pueblo aparecieron en los años de la burbuja inmobiliaria unos promotores, interesados en lanzar un proyecto turístico de envergadura. Los terrenos se revalorizaron fuertemente, con altos beneficios para una parte de la población, gracias a una oportuna recalificación. Detrás de esa recalificación hubo unos pagos al ayuntamiento, que permitieron aumentar el gasto, edificar una nueva escuela, una cancha polideportiva, la contratación de nuevos empleados municipales… además, claro, de beneficios personales para los concejales y el alcalde, que luego se tradujeron en nuevos negocios… Al final de este supuesto cuento, gran parte del pueblo se identificó con la excelente (y corrupta) gestión del ayuntamiento, que continuó después de las siguientes elecciones con los miembros del otro partido… Bien: ahora nosotros vamos a luchar contra la corrupción en ese entorno. ¿Van a ayudarnos los vecinos?
Si, como decía en la otra entrada, la corrupción enlaza con otros ámbitos, desde la estructura de las administraciones públicas o el sistema de partidos, hasta la concepción de la función pública o los intereses de empresas privadas, luchar contra la corrupción será siempre una tarea difícil, que exigirá que algunos líderes, públicos o privados, se comprometan a fondo en ese tema, y que recaben la cooperación de otros, que quizás no estén muy dispuestos a luchar contra la corrupción, pero que sí podrán echar una mano en la revisión de los incentivos de los funcionarios o en el diseño de políticas para el fomento de la competencia en determinados sectores.
Bien, pero, ¿qué hacemos con el palo y la zanahoria? Porque lo que estamos haciendo, al menos ahora, es el fomento de la denuncia pública, que, como decía en otro lugar, a menudo acaba en un linchamiento mediático de los presuntos culpables.
Permítame el lector que traiga aquí a colación una idea de una mujer excepcional: Edith Stein, una filósofa alemana de gran prestigio, con dotes intelectuales y valores humanos excepcionales, judía, que se convirtió al catolicismo, se hizo carmelita y murió en un campo de concentración nazi. Edith, que había sido siempre muy crítica a la hora de denunciar los fallos morales de sus allegados, confesó al cabo de los años, antes de su conversión, que muy rara vez se consigue mejorar a los demás «diciendo la verdad»: esto se logra, decía, «cuando ellos mismos sienten la exigencia auténtica de ser mejores y conceden a cualquier otro el derecho de crítica«.
Bueno, no sé si el comentario de Edith Stein, ahora Santa Teresa Benedicta de la Cruz, canonizada por Juan Pablo II hace unos años, puede sernos de gran ayuda. Pero, al menos, me permite sacar dos o tres conclusiones. Una: lo que ella intentaba era, ante todo, comprender a los demás. Sí, ya sé que lo que nosotros queremos ahora es fustigar a los corruptos, pero quizás no lo conseguiremos si primero no les entendemos (no absolverlos), porque, si queremos resolver «su» problema, primero hay que entenderlo desde «su» punto de vista.
Otra: para corregirles, ellos tienen que dejarse corregir y concedernos a nosotros el derecho de crítica, como decía Edith Stein. Y esto se consigue, según ella, cuando ellos sienten la exigencia de ser mejores. Lo que me parece que exige una terapia, digamos, de «proximidad». Alguien tiene que acercarse a ellos para provocar en ellos esa disposición a ser mejores.
Sí, ya sé que lo que nos preocupa ahora es poner fin a la lacra de la corrupción, no convertir a los corruptos, de uno en uno. Pero, como dije antes, el problema de la corrupción de los corruptos no está desconectado del problema de «nuestra» propia corrupción. O sea que no basta echarles la caballería encima, si nosotros no asumimos nuestra parte de culpa en el problema (culpa nuestra que, por supuesto, no puede servirles a ellos de excusa, como, lamentablemente, vemos ahora con tanta frecuencia en los medios de comunicación).
Quizás sea una herramienta muy a largo plazo, pero yo creo que lo que puede solucionarlo todo (o casi …) es invertir, invertir e invertir en educación (en la de verdad, en la que no es sólo nociones sino educación global de las personas).