Después de publicar la entrada sobre «De la ayuda al pobre, al Estado del bienestar» (aquí), me entró la duda de si la ayuda privada se limita a las situaciones de emergencia, es decir, a la atención a un enfermo, solo o desatendido, a una familia en paro, a alguien que sufre hambre o a una comunidad afectada por un terremoto o una inundación. Bueno, me parece que un caso como este puede ser claro. Es verdad que a muchos les gustaría más que fuese el Estado el que se hiciese cargo de esas necesidades, en nombre de un supuesto respeto a la dignidad de la persona, frente al «paternalismo» de la ayuda directa. Respeto esa opinión, pero me parece que sus supuestos son discutibles. El deber de atender a las necesidades de las personas con particulares necesidades corresponde a la sociedad, no al Estado; en todo caso, al Estado como representante de la sociedad, porque dispone de más medios y puede tener más capacidad para hacer frente a esos problemas. Y si es un deber de la sociedad, es de todos los ciudadanos, como personas o de forma asociada –y aquí aparecen todas las instituciones de solidaridad y las personas que las financian o que colaboran con ellas en forma, por ejemplo, de trabajo voluntario.
Pero hay otras razones. Cuando el Estado del bienestar se hace cargo de la atención de todas las necesidades, corre el riesgo de burocratizarse. Si yo paso por la calle y veo a una persona pidiendo limosna, quizás me sienta movido a ayudarle, o quizás no, si pienso que no está haciendo todo lo que debería para resolver su problema. Es mi decisión, mi responsabilidad personal, pero la atención puede ser inmediata (y más aún si llega a mi conocimiento la situación difícil de una familia conocida que no se atreve a acudir a un comedor de pobres porque le da vergüenza). La existencia de medios públicos hace innecesaria mi ayuda, en un caso y en otro, pero la inmediatez se pierde si, como es lógico, el funcionario que atienda al primero tiene que averiguar si tiene verdaderamente una necesidad y no se trata de un desaprensivo que quiere vivir de la ayuda pública sin trabajar. Y conocemos muchos casos de personas que «viven del» seguro de desempleo, de una pensión por discapacidad o de otras ayudas públicas. También de ayudas privadas, es verdad: recuerdo un comentario de un amigo mío, que trabajaba hace años en una céntrica oficina bancaria de Barcelona, que me contaba las enormes cifras que ingresaban cada día lo mendigos de la zona, para no tener que viajar a sus casas con demasiado dinero encima. Bueno, lo que quiero decir es que la competencia es buena, también a la hora de ayudar a los necesitados, y el monopolio estatal no es una buena idea.
Otra razón: la atención privada puede añadir algo de humanidad. El funcionario también puede hacerlo, y lo hace en muchos casos, porque es también persona, pero eso no forma parte de sus obligaciones como funcionario. Hace ya muchos años que leí un artículo que me gustó, en el que un periodista aconsejaba mirar a los ojos al pobre que nos pide en un cruce de calles y tener con él unas palabras, aunque no le ayudemos. El Estado del bienestar está orientado a los resultados, a la asistencia. La dimensión humana no está garantizada. No quiero decir que la ayuda privada tenga siempre esa dimensión humana, pero es más probable que la tenga, precisamente porque no forma parte de un contrato, ni está incluída en los derechos recogidos en la Constitución.
Y esto me lleva a una última dimensión –y basta ya, que me estoy alargando demasiado. La sensibilidad moral y humanitaria de los ciudadanos puede descubrir necesidades que no figuran en la legislación o en la iniciativa de los organismos oficiales. Y esta es una dimensión importante. Alguien tiene que descubrir que aparecen nuevas necesidades, como la de aquella familia vergonzante, que pasa hambre y no se atreve a ir al comedor social. O la soledad de los ancianos o de los enfermos, en su casa o en un hospital. Y fruto de esa sensibilidad puede ser la ayuda privada. O pública. ¡Ah!, y como ya se ve que me preocupa que se haga un buen uso de los recursos públicos, alguien tiene que darse cuenta de que una necesidad social ha dejado de serlo, y tiene que llamar la atención de las autoridades para que dejen esa línea de gasto, aunque sea «políticamente rentable». Eso no forma parte de la virtud de la caridad, pero sí de la justicia. Y es también deber de la sociedad que el uso de los recursos públicos responda siempre a criterios de justicia.
O sea, bien por el Estado del bienestar, con limitaciones y controles, sin actitudes monopolísticas, con la sana competencia de la solidaridad privada, y pensando siempre en el bien común, que es el bien de los necesitados pero también de toda la sociedad. Y bien también por la solidaridad privada, que es necesaria incluso en las economías avanzadas.