Ayer di una clase en el programa PDD 2 del IESE, en Barcelona. El tema eran las cuentas públicas y, ¡cómo no!, la crisis de la deuda soberana. Tuve un interesante diálogo con los participantes sobre la razón profunda de nuestros desconciertos que, me parece, se desarrolla, como es frecuente, en el campo de las ideas. La discrepancia, en el fondo, se podría presentar así.
Unos consideran que el nivel de gasto público es el que debe ser; el problema es que, por causas coyunturales (crisis, paro…), el gasto público se ha disparado, y los ingresos se han reducido, de modo que ahora tenemos un déficit público, ante el que caben, fundamentalmente, varias soluciones, no necesariamente contrarias. Una es aguantar, dejar que crezca la deuda y «darle patadas a la lata», esperando que más adelante alguien encuentre una solución (impago de la deuda, que nos la perdonen, que milagrosamente volvamos a crecer…); detrás de este planteamiento está, me parece, la idea de que «tenemos derecho» a todo lo que el Estado nos ha venido ofreciendo en los últimos años: sanidad buena y gratuita, educación buena (?) y gratuita, excelentes infraestructuras, muchos funcionarios y bien pagados… Como esto no parece factible, otros proponen reajustar la composición del gasto: mantengamos la sanidad, por ejemplo, pero reduzcamos el número de funcionarios (aunque la mayoría de ellos son médicos, enfermeras, maestros, policías…). Otros, a su vez, proponen subir los impuestos y que paguen las ricos, una propuesta tan acertada como la de ponerle el cascabel al gato… si alguien sabe cómo se consigue esto. Otros defienden más claramente las políticas de austeridad: durante unos cuantos años necesitaremos reducir los gastos y aumentar los ingresos, de modo que habrá que continuar con el copago, el IVA más alto, la supresión de una o dos pagas a los funcionarios… con la idea de que, cuando el déficit público se haya moderado, el nivel de deuda se haya estabilizado y el crecimiento se haya reanudado, podamos volver, poco a poco, a los niveles de gasto públicos «normales».
La postura de otros es muy contraria: la crisis pone de manifiesto que «nos hemos pasado diez pueblos» en el crecimiento de nuestro gasto público, y hay que volver atrás. Hay diversas variantes: el estado del bienestar actual (en España o en Europa, tanto da) es insostenible; el gasto público implica un aumento del poder del Estado que conduce a clientelismo político, corrupción, gastos innecesarios, ineficiencias, aumento de impuestos… y, por tanto, reducción de los incentivos a trabajar, fomento de la cultura de creación y reparto de rentas (conseguir beneficios extraordinarios en algunas actividades, para repartírsela luego entre los interesados, sean recalificaciones de terrenos, sectores protegidos de la competencia, funcionarios protegidos por contratos de por vida o sindicatos encastillados en sus posiciones de poder político o económico, etc.); el gasto público tiende espontáneamente a crecer, de modo que nunca tendremos un equilibrio sostenible; si se protege a la gente de la gran mayoría de los problemas acabarán acostumbrándose a la sopa boba; en la medida en que más gasto exija más impuestos se reducirá la actividad económica, y si se recurre a la deuda estamos cargando a las generaciones futuras con unos mayores impuestos (para pagar los intereses de la deuda) que, entre otras razones, son injustos, porque trasladan nuestra irresponsabilidad a las espaldas de nuestros hijos…
En estos días tenemos un ejemplo que nos puede servir para reflexionar sobre todo lo anterior: el debate sobre el «secuestro» fiscal norteamericano que, en el fondo, es un debate sobre qué hacer con el gasto sanitario. Aceptar las propuestas de Obama implica generalizar el derecho a la sanidad para (casi) todos los americanos, al coste de un volumen de deuda creciente y, por tanto, trasladando la carga a las futuras generaciones; aceptar las propuestas conservadoras significa mantener el derecho de los futuros pagadores de impuestos, pero negarlos a los menos favorecidos de hoy. El problema no tiene fácil solución, porque, en el fondo, es un problema ideológico.
En la discusión de ayer se alzaron voces pidiendo claridad e información. Es verdad: los ciudadanos no tenemos ahora ni una milésima parte de los datos necesarios para resolver nuestras dudas fiscales, gracias a la falta de transparencia de nuestros políticos y al interés de los medios de comunicación de crear confusión partidista sobre esos temas. A mí me parece que los ciudadanos, que no somos tontos, somos capaces de entender los argumentos que se nos den, si van debidamente ilustrados con datos (no opiniones ni prejuicios) y sujetos a la discusión pública (de nuevo, con datos, no con prejuicios). Pero para eso hay que estar dispuestos a quitarse la camisa socialista, liberal, conservadora, progresista o de cualquier otro color. Y me temo que muchos no quieren hacerlo.
Los ciudadanos no somos tontos, pero tampoco nos motiva ni interesa pensar, documentarnos , informarnos,… Estamos en la era de la información, tenemos acceso casi ilimitado a ella, y afortunadamente quien quiere , puede. No depende únicamente de ideologías, sino que mas bien de los intereses y motivaciones de la población en general, léase futbol,prensa rosa…. Y así , no se va muy lejos, y menos con una clase politica incompetente y parte de ella corrupta. Hace falta regenerar el sistema, cambiar valores y hábitos, y que los intereses individuales se correspondan a la importancia de los temas.
Los ciudadanos no somos tontos, pero hacemos «lo imposible» por parecerlo.
Paciencia, este invierno es de «los de antes», es comprensible que muy pocos quieran quitarse … hasta la camisa.