Sobre la renta básica

Hoy he tenido que hablar ante TV3 acerca de la próxima discusión en el Parlamento catalán de una iniciativa legislativa popular para la introducción de una renta mínima garantizada -que no es lo mismo que la renta básica, pero que guarda cierto parecido con ella. Perdón por si mezclo conceptos, pero un blog no puede ser un tratado académico, lleno de distinciones. Si escribo es porque me han dicho que mi perorata ante las cámaras daría lugar a unos segundos en pantalla, y me parecía poco -aunque no pretendo escribir aquí un tratado sobre el tema; o sea, que dejaré en el aire muchos puntos.

El proyecto es, en el fondo, que ningún ciudadano se quede sin un mínimo de ingresos ante situaciones como el paro, la enfermedad, la discapacidad, la dependencia u otras similares. Me parece que una parte del estado del bienestar debe ir dirigida a atender a personas en esa situación. Pero me gustaría hacer algunas precisiones.

La idea original, al menos en algunas propuestas de renta básica, es que todo ciudadano, por el hecho de serlo, tiene derecho a una renta mínima. Bueno, si por derecho entendemos algo que el Estado concede, ¡qué le vamos a hacer, que se lo dé! Pero no veo razones, digamos antropológicas, por las que haya que reconocer ese derecho, al menos en la medida en que se opone a algo que, me parece, forma parte de una sana manera de entender a la persona humana: un ser que, en mayor o menor medida, es autónomo y, por tanto, que manifiesta su autonomía tomando sobre sí la responsabilidad de sacarse las castañas del fuego, o sea, de ganarse su pan con el sudor de su frente. En una familia todos tienen derecho a un plato en la mesa (salvo, quizás, por medidas punitivas a corto plazo). Pero una sociedad no es una familia: todos deben contribuir al bien común.

Esto deja incólume, por supuesto, otras formas de renta garantizada: aquellas que conceden la renta en principio, pero la limitan a las personas que no tienen otros ingresos; si los tiene (una prestación por desempleo, por ejemplo) y su cuantía es inferior a la renta garantizada, se le concede esta hasta completar aquella renta mínima; si esos otros ingresos son superiores a la renta mínima, se queda sin esta. Esto parece justo, ¿no? Pero, a pesar de todo, tiene inconvenientes.

Uno: es un incentivo para ocultar ingresos, trabajando, por ejemplo, en la economía subterránea: en definitiva, abusando del sistema. Dos: desanimará a algunas personas a buscar un empleo si no está bien pagado. Si, por ejemplo, la renta mínima es de 600 euros y me ofrecen un empleo de 800, seguramente lo rechazaré, evitándome el cansancio, los costes de transporte, etc., y completando quizás mi reumeración con algunas chapuzas en negro, como ocurre ya ahora con las prestaciones por desempleo en muchos casos. Esto ocurrirá, sobre todo, cuanto más generosa sea la renta mínima –y tendrá que serlo, si pretendemos que saque de las situaciones de pobreza y miseria a la gran mayoría de personas que ahora están en ella o que pueden caer en ella. Tres: la gestión será complicada y cara; habrá que comprobar frecuentemente los ingresos de cada persona, procedentes de diversas fuentes, y, probablemente, también si tiene un patrimonio suficiente para seguir viviendo, o si dispone de una ayuda familiar. Las posibilidad de fraude del sistema serán altas, y los costes burocráticos pueden ser elevados. Cuatro: si los casos de abuso del sistema son frecuentes, la justificación moral del mismo se diluirá: se verá como un medio de enriquecimiento a costa de la sociedad, y esto hará que su observancia se reduzca. Y cinco: una vez establecido el sistema, se creará un juego entre los beneficiarios, que querrán que la renta mínima sea más alta, y el gobierno, que tendrá que enfrentarse al problema de la financiación de la renta, pero que también tendrá incentivos políticos para aumentar el mínimo.

Este tipo de propuestas encuentran el apoyo popular porque ahora hay mucha gente que necesita esa renta básica, sea cual sea su modalidad. Pero ahora es muy mal momento para introducirla, porque, no lo olvidemos, el sector público continúa en déficit, y un déficit todavía elevado. No se trata de enfrentarnos ahora con «los mercados» o con «Europa», sino de darnos cuenta de que estaremos financiando una mejora en el estado de bienestar con deuda. Y esto eleva los costes para los que pagarán los impuestos con los que se financiará esa renta mínima y para las generaciones futuras, que tendrán que asumir los costes de esa deuda. Hay algunos expertos que proponen que toda legislación que suponga un nuevo gasto vaya acompañada de un estudio que muestre cuál será su coste económico, cuáles serán sus beneficios y, muy importante, cómo se financiará: de dónde saldrán los ingresos adicionales o, alternativamente, qué partidas de gasto habrá que reducir. Porque, ya lo he dicho muchas veces, somos más pobres.

Si he dicho todo esto es porque me gustaría que nuestra sociedad procediese a una discusión amplia sobre estos puntos. Es frecuente que, ante una propuesta de este tipo, nos fijemos solo en los beneficios inmediatos: cuánta gente dejaría de pasar hambre. Pero debemos pensar también en sus costes, inmediatos o remotos: en lo que podríamos hacer con ese dinero, quizás para resolver el mismo problema. Y me gustaría también que analizásemos el problema junto con los demás problemas, porque atender a las necesidades mínimas de los que no tienen ningún ingreso forma parte del paquete en que están los parados, los que han perdido su vivienda, los que se enfrentan a largas listas de espera para la atención médica y otros muchos. Claro que causa una gran satisfacción conseguir arreglar un problema, pero si perdemos la visión de conjunto –una sociedad más pobre, con gravísimos problemas económicos y sociales, desmoralizada, irritada…– lo único que conseguiremos será complicar aún más la situación.

Y acabo con un comentario ideológico. Las propuestas que he discutido aquí las había propuesta ya, hace muchos años, un economista liberal, muy liberal, llamado Milton Friedman. Su esquema era distinto, pero el espíritu era el mismo. Fijemos, proponía, un mínimo de renta exento para todos; los que reciban más ingresos pagarán el impuesto sobre la renta sobre el exceso; los que reciban menos, cobrarán la diferencia hasta ese mínimo.