Hace unos días escribí una entrada «de urgencia» tras el fallecimiento de Margaret Thatcher (aquí). Entonces anuncié que volvería a hablar de ella. Lo hago recogiendo algunas de las cosas que se han dicho de ella. No, por supuestos, los insultos que se le han dirigido, ni las canciones con que algunos han celebrado su fallecimiento, que me parecen, ¿cómo lo diría?, un homenaje póstumo, aunque de mal gusto. Claro que hizo muchas cosas mal; aquí me dentendré, sobre todo, en algunas que, en mi opinión, merecen ser recordadas.
En el terreno político, su fe en la democracia parlamentaria y en la responsabilidad [en el deber de rendir cuentas] de los representantes elegidos para la Cámara de los Comunes. Su valentía y decisión al emprender unas reformas que, sabía, iban a recibir críticas y reacciones violentas. Claro que contaba también con el apoyo de sus electores, que tenían muy presente, como dijo algún comentarista, que «a principios de 1979 Gran Bretaña era un lugar terrible para vivir. Decenas de miles de trabajadores del sector público en huelga, conductores de camiones negándose a transportar el fuel para las calefacciones, obligando al cierre de miles de escuelas; difuntos que no podían ser enterrados en Liverpool por la huelga de sepultureros…»
En su política económica se enfrentó al socialismo, pero también, como ha recordado Harold James, luchó contra el «establishment«. Como decía The Economist, «la esencia del thatcherismo era la oposición al status quo y la apuesta por la libertad (…) Ella pensó que las naciones solo pueden ser grandes si los individuos se sienten libres. Sus batallas tuvieron un tema: el derecho de los individuos a dirigir sus propias vidas, con toda la libertad posible respecto de la microgestión del Estado». Sus políticas fueron contraculturales en la Gran Bretaña de finales de los años 70: lucha contra la inflación con una política monetaria rigurosa, reducción del peso del Estado y del déficit público, privatizaciones, fomento de la competencia, más allá de los sesgos nacionalistas (fueron los años en que la industria japonesa eligió a su país como sede de sus negocios en Europa, con magníficos efectos para la competitividad y el desarrollo de la industria británcia).
Ya dije hace unos días que, para juzgar sus políticas, hay que tener en cuenta el entorno en que se movió. A raíz de su muerte, el Financial Times recordaba que «en 1979 el Reino Unido era una nación esclerotizada por las empresas de servicios públicos nacionalizadas, impuestos punitivos, controles de tipos de cambio, todopoderosos sindicatos y centros financieros dormidos». Y añadía: «hacia 1990, todo eso había sido cambiado de arriba a abajo», hasta el punto de que el partido laborista se convirtió a la «herejía» thatcherita. «Reducir la Thatcher a ideología económica también olvida el sentido más importante de su liderazgo. Ella quería que las reformas materiales condujeran a algo intangible: el cambio de la cultura y del temperamento de su país (…) Su legado no fue el orden -aunque fue un magnífico resultado en un país que luchaba por gobernarse a sí mismo-, sino la libertad. ‘La economía es el método, dijo una vez; el objetivo es cambiar el corazón y el alma'».
Se ganó muchos motivos para que sus enemigos hayan celebrado su muerte. Se le acusa, por ejemplo, de un aumento en la desigualdad de las rentas, quizás porque no supo o no quiso plantear alternativas a la decadencia de los regiones mineras del Norte. También se le acusa de haber destruido el estado del bienestar, aunque el Financial Times afirmaba que «era un político pragmático que mostró poco interés en aventuras políticamente suicidas para demoler los pilares del estado del bienestar». No soy yo quién para juzgar sobre esto, aunque, a la vista de las reacciones viscerales de algunos medios de izquierdas españoles, me parece que les dolió más que desmontase la prepotencia de los sindicatos y que favoreciese una ideología que no se compagina con ciertas actitudes intervencionistas. Como una periodista española recordaba a raíz de su fallecimiento, hay que poner en su debe «la privatización de los bienes que habían sido nacionalizados, la desregulación de los mercados -el financiero y el laboral-, los recortes del estado del bienestar y el freno a una Unión Europea que fuera política». Salvo que juzguemos esos crímenes con argumentos ideológicos, no me parecen suficientes para justificar la crítica que le hacen. Claro que su ejemplo cundió, y otros países incurrieron en esos «pecados liberales», empezando por los de la Europa ex-comunista. Y, claro, eso debe ser censurado por algunas izquierdas. «Lo que la Thatcher destruyó realmente fue el corporativismo, el anticuado compadreo del gobierno, los sindicatos y los reyezuelos industriales», dice Janan Ganesh en el Financial Times. Es verdad, pero… mala hierba nunca muere, y ahora también hay otros compadreos no menos peligrosos, en las islas y también en nuestro país.