Los economistas entienden lo de la necesidad de la Responsabilidad Social (RS) en las empresas, a partir de algo que conocen bien: la existencia de externalidades o efectos externos. La teoría neoclásica sostiene que, bajo ciertas condiciones, el libre mercado alcanza siempre un óptimo social. Bajo ciertas condiciones… que no se cumplen nunca, como la existencia de información perfecta para todos en el mercado, la libertad de entrada y de salida sin costes. Y la ausencia de efectos externos.
Un efecto externo es el impacto que tiene una acción de uno sobre otro, sin reflejo en el mercado. El caso típico puede ser el de la contaminación: mi fábrica echa humo a la atmósfera, que causa enfermedades respiratorias a los que lo sufren, con los que no me unen relaciones de mercado, porque son los que viven al lado de mi fábrica o los que pasan por la calle, de modo que el precio que cobro por la venta de mis productos no incluye el daño que les causo. Esto se soluciona, tradicionalmente, con acciones como un impuesto para desanimar la producción del bien contaminante, un subsidio para que el perjudicado se vea resarcido, o un límite a la cantidad que puedo producir en función del daño que causo.
Y, continúan los economistas, si todo esto no es posible, o no tiene lugar, entonces hay un lugar para la RS voluntaria. Si yo sé que contamino y la ley no me impone restricciones a mi contaminación, entonces yo puedo limitar voluntariamente mi producción contaminante, o tratar de compensar de algún modo a los perjudicados -por ejemplo, subvencionando a la escuela del pueblo.
Todo esto está muy bien. Pero no deja de ser una chapuza. Si, como he recordado frecuentemente, la RS es la responsabilidad de la empresa por sus impactos en la sociedad, según la definición de la Comisión Europea en 2011, no basta «hacer algo» para compensar esos impactos. El impuesto que limita mi producción contaminante, o la subvención a la escuela local, no son una respuesta adecuada a mis impactos dañiños, sino eso, una chapuza. Como suele recordar mi colega del IESE Rafael Andreu, la compensación nunca corrige el daño, sino que se limita a comprar o sobornar al perjudicado, eso sí, trasnmitiéndome una falsa tranquilidad de conciencia. En el caso de los humos, doy dinero a los vecinos a cambio de su asma. ¿Es esto correcto? Obviamente, no.
Pero eso es lo que se nos ocurre cuando pensamos como economistas: lo único que cuenta es el valor económico, y todo se puede convertir en valor económico, en dinero: también la salud, en ese ejemplo. O los aprendizajes morales negativos: usted corrompa, mienta, engañe, aprenda a ser una mala persona, que, no se preocupe, yo le pagaré una generosa compensación por ello.
Moraleja: tomémonos en serio lo de la responsabilidad por los impactos de mis acciones en la sociedad. Todos los impactos. Y de verdad.
Felicidades, Antonio, por el post. Es verdad que una indemnización no siempre repara el daño, aunque en algunos casos sí puede si se trata de daños materiales. Pero si afectan a personas, a la salud o a la sociedad pueden ser irreparables, aunque se admita cierta «compensación» que no reparación. Tu post me hace reflexionar sobre el daño irreparable que producen en las presonas y en el tejido social los casos de corrupción especialmente de los responsables públicos. Un saludo, José Luis
Más claro que el agua (no contaminada, se entiende). No por entenderlo puede obviarse la valoración económica que hay que realizar. Es una parte, pero es importante.
Esa valoración debe hacerse desde la perspectiva más elevada posible como es la salud, y todavía más alta, la moral.
Yo he propuesto (en mi libro) la justicia como perspectiva global de la economía, ya que (dice LP) «la justicia mira a los fines, en cambio la prudencia se fija en los medios».