Sí, claro. Ya lo he dicho otras veces. Pero hay algunos expertos que no coinciden con esta opinión. Aquí intentaré explicar por qué pensamos de manera distinta. Y esto vale, me parece, para otros muchos casos de discrepancia sobre políticas económicas.
Los que decimos que hay que reformar las pensiones, lo hacemos a partir de un supuesto, digamos, político, y de una serie de supuestos que podemos llamar fácticos. Estos últimos incluyen hechos como que la natalidad ha caído en las últimas décadas, y que seguirá cayendo; que, por tanto, el número de personas que van a contribuir al sistema de la seguridad social no va a crecer, sino más bien a menguar; que hay muchas personas que ahora cotizan y que, dentro de mucho o poco tiempo, pasarán a ser jubilados; que la esperanza de vida de la población crece de manera continuada, de modo que es probable que esas cohortes de jubilados necesiten pensiones durante más años, etc.
Como es lógico, esos supuestos pueden cumplirse o no. Podemos recibir de golpe unos cuantos millones de inmigrantes en edad de trabajar, que mejoren los ingresos y retrasen la anunciada suspensión de pagos del sistema público de pensiones (la retrasen, porque al final también ellos se jubilarán y pasarán de contribuyentes a beneficiarios). Podemos practicar la eutanasia con nuestros retirados (Dios no lo quiera, por la cuenta que me trae), de modo que la esperanza de vida se reduzca drásticamente… También es posible que seamos capaces de desmontar la economía sumergida, de modo que los ingresos de la seguridad social crezcan, y el momento de la suspensión de pagos se retrase (porque, al final, también los que ahora trabajan «en negro» querrán cobrar su pensión «en blanco»).
Es decir: cuando afirmamos que el sistema público de pensiones vigente ahora no es sostenible, estamos refiriéndonos a las previsiones que hacemos sobre esos supuestos. Y si alguien no está de acuerdo, lo que tiene que hacer es explicar por qué utiliza otros supuestos, cómo los justifica, qué números le salen y si esto confirma o no la tesis de la insostenibilidad. Al final, hablando se entiende la gente: hablando y aportando argumentos. Con algunos colegas, hemos presentado esos argumentos en un trabajo titulado «El reparto y la capitalización en las pensiones españolas» (Antonio Argandoña, Javier Díaz Giménez, Julián Díaz Saavedra y Beltrán Alvarez: Fundación Edad & Vida, 2013).
Luego está el otro supuesto, que he llamado político. Nuestro sistema de pensiones parte de un principio fundamental: que se financia con las cotizaciones de los que trabajan. O sea, las pensiones son un salario diferido, tanto las pensiones públicas (los que trabajamos renunciamos a una parte de nuestros ingresos hoy, en forma de cotizaciones sociales, a cambio de la promesa de una pensión futura) como las privadas (los que trabajamos retiramos una parte de nuestros ingresos hoy, los colocamos en instrumentos financieros, y los recuperaremos, con sus rendimientos, cuando nos jubilemos).
Este argumento, por supuesto, puede no aceptarse. De hecho, no funciona (no debería funcionar) con las pensiones no contributivas, en las que se atienden unas necesidades mínimas de personas sin ingresos suficientes, con independencia de que hayan trabajado o no y de cuánto hayan aportado a un sistema de pensiones público o privado. Pero puede extenderse también a las pensiones contributivas. Por ejemplo, si los ingresos del sistema de pensiones se reducen y los gastos aumentan, pueden financiarse con cargo a los presupuestos generales del Estado. En este caso, el sistema no está ni estará nunca en quiebra, Y en este caso, no hay por qué reformar el sistema: ya cuidará el gobierno de que no falten fondos para que todos los jubilados reciban puntualmente sus pensiones, sea cual sea la cuantía de estas.
Claro que no hemos resuelto nuestro problema, sino que hemos cambiado su denominación: en lugar de discutir cómo conseguir que los ingresos, siempre limitados, de la seguridad social permitan financiar unas pensiones cuyo volumen crece, deberemos discutir como los ingresos, siempre limitados, de todas las administraciones públicas pueden permitir atender a todas las necesidades de esas administraciones: pensiones, sanidad, educación, infraestructuras, defensa, policía, bomberos, funcionarios…
De nuevo emerge la relación largo-corto. El tema es el sincronismo, para Yoshikawa sería la «agilidad».
Para que se entienda mejor, con una analogía, es algo así como la temperatura física. Yo la llamo «actividad económica». Depende de cada momento y si la sociedad está sana o enferma y qué tanto. Todo depende de ésta.
Uno de los efectos más notorios hoy por hoy, es la aleatoriedad del sincronismo. Como hay muchos pequeños sincronismos, que causan un sincronismo mayor, conviene analizar sus distribuciones estadísticas. Estas son del tipo de Bose-Einstein o Fermi-Dirac.
Las conclusiones vendrán después en base al ingenio político, es decir, de hábitos y virtudes … pero … ¿tienen los políticos esas habilidades?
Buena parte del problema en España y otros países de Europa es el riesgo moral (moral hazard). Se crece confiando en que el «gobierno» (de contribuciones y/o impuestos) pagará unas pensiones a las que no hemos hecho merecedores por ser españoles (unos habiendo contribuido mas que otros). Ello es un desincentivo al ahorro, a la creación de una «pensión» personal. Aquí en EEUU son muy pocos los que se resignan a la Seguridad Social, son pocas las empresas privadas que tienen planes de pensiones, hay mucha rotación de empleos. Resultados: Todos sabemos que nos tenemos que crear una pensión personal, ya sea en términos de ahorros e inversiones financieras, ya sea en capital físico. La Seguridad Social es, en la práctica, para quienes no tienen opciones.
El problema de España y otros países europeos es que sus ciudadanos creen que tienen el derecho a que el gobierno los mantenga. En ningún país he visto tantas expectativas y demandas por subsidios, descuentos subvenciones, exenciones, ayudas, apoyos, ………………ni tan variadas palabras para describirlo.
Pero con esto no se ganarían elecciones.