El Financial Times del 30 de noviembre incluía una larga entrevista con Ha-Joon Chang, un economista sudcoreano que trabaja en la Universidad de Cambridge, y que tiene fama de heterodoxo, porque critica la fiebre de los teóricos por la matemática. Y también por la aceptación acrítica de la visión de la conducta humana como puramente racional (racionalidad instrumental, diría yo): «el pensamiento racional, dice Chang, es un aspecto importante de la conducta humana, pero también tenemos imaginación, tenemos ambición, tenemos miedo irracional, nos dejamos influir por otros, somos adoctrinados y nos dejamos influir por la publicidad». De ahí su recomendación de abrir las escuelas de Economía a otras disciplinas: psicología, sociología, filosofía, ciencia política, historia…
Pero aquí no quería referirme a sus ideas sobre la ciencia económica (el lector perdonará mi sesgo), sino a una idea que se desarrolla en la entrevista y que me parece importante. Chang recuerda cómo era Corea del Sur cuando él era un niño: un país subdesarrollado, con una renta per capita de 82 dólares, frente a 179 de Ghana. El dictador Park Chung-hee practicó políticas que hoy llamaríamos heterodoxas para desarrollar los sectores productivos que han llevado al país al nivel de vida que hoy muestra. Chang apruebas esas medidas: el secreto no está en lo que Corea sabía hacer bien entonces, sino en lo que necesitaba saber hacer bien en el futuro. Los países, afirma Chang, necesitan desarrollar sus capacidades, del mismo modo que el potencial de un niño crece en la escuela.
La moraleja que saco de esa idea de Chang es que está muy bien que un país se base en sus ventajas comparativas a la hora de desarrollarse, como he explicado hace poco en otra entrada de este blog a propósito de los cocineros peruanos (aquí), pero que esas ventajas deben ser entendidas en sentido amplio: una población numerosa y no cualificada significa que el país tiene ventajas en productos de mano de obra no cualificada, pero, con sentido de futuro, también significa que puede tener mucho futuro en productos de mano de obra cualificada, si es capaz de cualificarla. Chang cita lo que pudo haber sido el pensamiento de los japoneses cuando promovieron el crecimiento de su país: «No iremos a ninguna parte si nos agarramos a aquello en lo que ya somos buenos, la seda».
Chang añade otra idea que me parece importante: solo han triunfado los países que han obligado a sus emprendedores a competir internacionalmente. Puede protegerse una industria si luego, muy pronto, se le empuja a salir a los mercados internacionales, «del mismo modo que usted envía a su hijo a la escuela, pero no le resuelve su vida hasta los 45 años». Una buena sugerencia para el crecimiento de nuestro país: no se trata de sostener a las empresas que ya tenemos, sino de promover las que todavía no tenemos. El proteccionismo acaba siendo una enfermedad letal.
Antonio Argandoña es Profesor Emérito de Economía del IESE.