En la Navidad toca hablar de felicidad. No de la felicidad que se propone como indicador para sustituir al producto interior bruto (PIB). Sobre el PIB tenemos sentimientos encontrados. De un lado, parece bueno que se proponga sustituir un indicador puramente económico (el valor de la producción final de bienes y servicios de un país, a precios de mercado, en un periodo determinado, que es, más o menos, la definición del PIB) por otro más amplio, que incluya otras cosas. Si lo que nos interesa es calcular el valor de la producción final etc., bien está el PIB, pero si queremos utilizarlo como guía (única o, al menos. dominante) de nuestras políticas económicas, estamos cometiendo un error. Y acabamos donde siempre: el PIB sirve para lo que sirve, y si se usa para otra cosa, produce efectos colaterales que pueden ser nocivos. Ya lo sabíamos, pero la claridad de ideas no es moneda de uso corriente en la política y en los medios de comunicación. O sea que… ¡bien por la felicidad!
Claro que tampoco es la panacea de nuestros problemas. Es de sobra conocido que un indicador que se calcula mediante encuesta está sujeto a numerosos problemas, incluida la manipulación. Y tampoco está claro lo que calculamos cuando hablamos de felicidad, más allá de una impresión subjetiva. Más aún: siéntense en el sillón del presidente del gobierno, y tomen decisiones sobre las políticas que van a influir en el aumento del índice de felicidad de su país en los próximos cuatro años: ¿cómo se gestiona esto?
En la Navidad toca hablar de felicidad, pero de la de verdad. Mejor dicho: no hablamos de ella, sino que la deseamos a los demás. No, no se la puedo garantizar a usted. Ni siquiere usted se la puede proporcionar a sí mismo: los filósofos dicen que cuando uno se propone como objetivo de sus acciones ser feliz, no lo consigue: no lo puede conseguir, porque la felicidad no es la consecuencia de unas acciones concretas, y las acciones que hoy parece que nos van a dar la felicidad se convierten fácilmente en un problema (después de la buena comida viene la digestión pesada).
Pero, eso sí, se la deseo de todo corazón. Y le recomiendo que la desee también a los demás. Por eso les hacemos regalos en esos días: son una prueba externa, física, de que les queremos. Pero aquí podemos incurrir en el error señalado antes: pensar que los regalos les harán felices. Las cosas materiales no nos pueden hacer felices; pueden, a lo más, darnos un rato de alegría, consuelo o disfrute, pero nada más. En cambio, saber que alguien nos quiere hasta el punto de hacernos un regalo sí se una buena contribución a nuestra felicidad porque, como decía Aristóteles, la amistad, el amor, es algo absolutamente necesario para todos.
Y esto nos lleva al origen de estas fiestas, que muchos ignoran hoy, entre la baraúnda de centros comerciales repletos de cosas para comprar, de luces y de papás noel. Todo viene del nacimiento de un Niño que es Dios, que es lo que las raíces cristianas de nuestra cultura recuerdan en la Navidad. Un gran regalo, de Alguien que nos quiere, hasta el punto de bajar a vivir con nosotros, de ser unos de los nuestros, para compartir nuestra vida. La Navidad es el recuerdo de que Dios nos ama; como dijo san Juan, «Dios es amor». Así de claro. Y quiere compartir nuestra vida para que nosotros compartamos la suya. Un cambio de dimensión: mis acciones pueden ser, son, acciones de Dios. Más allá de la cultura del consumo, la Navidad nos recuerda que nuestra vida puede tener otra dimensión que, además, no se acaba cuando pase el empacho del turrón y los dulces, ni siquiera cuando se acabe nuestra vida. Vaya: parece que esta idea de la felicidad tiene, efectivamente, una duración indefinida, infinita. Y esa esperanza, claro, tiene mucho que ver con la verdadera felicidad.
Por eso, deseo a mis lectores toda la felicidad que la Navidad nos trae. La pequeña felicidad de un día de fiesta, la Felicidad con mayúscula de ser amados por los que están a nuestro lado, y al FELICIDAD gorda, poderosa, infinita, de un Dios que nos ama como solo El sabe hacerlo: compartiendo su vida con nosotros.
Cuando leemos artículos científicos publicados en revistas económicas midiendo la felicidad, pienso que en lugar de economista me gustaría ser químico o geólogo, y tratar de medir gramos de potasio o de nitrógeno, observar reacciones en el laboratorio, y describirlas en detalle para que otros investigadores pudieran replicarlas en sus laboratorios.
Por otra parte, el cálculo de las externalidades ambientales también empezó calculándose mediante unos métodos que eran muy novedosos en su época, y para aproximar algo que se reconocía como una parte de la riqueza de un país, pero que no era contabilizado en su PIB. La verdad es que en estos momentos me resulta muy difícil pensar en indicadores fiables y comparables de felicidad, aunque no por esto deja de parecerme un tema provocativo y fascinante.
¿No era Aristóteles (no recuerdo si en la Etica a Nicomaco o en la Eudemia), que la felicidad consiste en seguir deseando lo que uno tiene?
Si es así, creo que no serán muchos…
Feliz Navidad a todos.