Recojo este mensaje del entonces Cardenal Bergoglio, ahora Papa Francisco, en la introducción al libro que escribió con el Rabino Abraham Skorka, titulado «Sobre el cielo y la tierra» (Buenos Aires, Random House Mondadori, 2013). Es sobre muchas cosas del cielo y de la tierra, pero es un canto al diálogo, una propuesta de diálogo, una llamada al diálogo, un grito pidiendo diálogo. Me parece que nuestra sociedad está necesitada de ese mensaje. Dejo hablar al cardenal:
El Rabino Abraham Skorka hizo referencia, en un escrito, al frontispicio de la Catedral Metropolitana [de Buenos Aires] que representa el encuentro de José con sus hermanos. Décadas de desencuentros confluyen en ese abrazo. Hay llanto de por medio y también una pregunta entrañable: ¿aún vive mi padre? No sin razón, en los tiempos de la organización nacional, fue puesta allí esa imagen: representaba el anhelo de reencuentro de los argentinos. La escena apunta al trabajo por instaurar una «cultura del encuentro». Varias veces aludí a la dificultad que los argentinos tenemos para consolidar esa «cultura del encuentro», más bien parece que nos seducen la dispersión y los abismos que la historia ha creado. Por momentos, llegamos a identificarnos más con los constructores de murallas que con los de puentes. Faltan el abrazo, el llanto y la pregunta por el padre, por el patrimonio, por las raíces de la Patria. Hay carencia de diálogo ¿Es verdad que los argentinos no queremos dialogar? No lo diría así. Más bien pienso que sucumbimos víctimas de actitudes que no nos permiten dialogar: la prepotencia, no saber escuchar, la crispación del lenguaje comunicativo, la descalificación previa y tantas otras.
El diálogo nace de una actitud de respeto hacia otra persona, de un convencimiento de que el otro tiene algo bueno que decir; supone hacer lugar en nuestro corazón a su punto de vista, a su opinión y a su propuesta. Dialogar entraña una acogida cordial y no una condena previa. Para dialogar hay que saber bajar las defensas, abrir las puertas de casa y ofrecer calidez humana.
Son muchas las barreras que en lo cotidiano impiden el diálogo: la desinformación, el chisme, el prejuicio, la difamación, la calumnia. Todas estas realidades conforman cierto amarillismo cultural que ahoga toda apertura hacia los demás. Y así se traban el diálogo y el encuentro.
Pero el frontispicio de la Catedral todavía está allí, como una invitación.
No es mi intención bajar el nivel del artículo pero … ¿no son los números (productivos de la economía) más altos sincronismo que refleja un «diálogo» en el orden? Hasta la naturaleza inerte se mide gracias a un «diálogo».