A lo largo de la reciente crisis financiera se ha vuelto a oir a menudo la tesis de que la banca debe ser aburrida: recibir depósitos de los clientes, prestarlos con prudencia a demandantes de crédito que han sido objeto de cuidadoso escrutinio, para comprobar que podrán cumplir con sus obligaciones con una razonable certeza, ser honestos y parecerlo, como la mujer del César…
La propuesta tiene que ver con la evolución del sector en las últimas décadas. La desregulación abrió la puerta a la competencia de otras instituciones -la llamada banca en la sombra. Las operaciones que esta protagonizaba eran parecidas: recibir dinero de los ahorradores (pero no mediante depósitos, protegidos por una garantía pública, sino por otras vías, como la titularización, ofreciendo una rentabilidad más elevada que la que se puede permitir un banco), prestarlo (pero no mediante créditos ordinarios, hipotecas por ejemplo, sino mediante la compra de títulos), evitar el trato directo con el cliente (recurriendo, por ejemplo, a programas informáticos para determinar el riesgo del cliente), no meterse en la gestión de cobros y pagos de los clientes (demasiado cara, porque es intensiva en personas), llevar a cabo operaciones propias, no por cuenta de los clientes, con una libertad que la banca tradicional no tenía; endeudarse mucho, correr riesgos altos y tener elevadas rentabilidades (y, a veces, pérdidas multimillonarias).
La banca tenía dificultades para competir en ese mundo, porque sus depósitos exigían unos niveles de liquidez altos y poco rentables; porque las garantías públicas estaban ligadas a restricciones sobre el capital que debían mantener, el tipo de operaciones, la transparencia en la información, etc. Y, claro, los incentivos de sus directivos no podían ser tan atractivos como los de un gerente de hedge fund o un alto directivo de un banco de inversión.
En consecuencia, la banca copió a sus competidores, entrando en operaciones de más riesgo y perdiendo algunos de los caracteres originales: la prudencia en la gestión, el manejo de la liquidez, el conocimiento y el trato particular con el cliente… Aún recuerdo que, cuando yo era un profesional joven, recibía a veces la llamada del director de la oficina bancaria donde tenía mi cuenta corriente: «Sr. Argandoña», me decía, «han salido rojos», o sea, ha llegado un recibo por una cuantía superior a su saldo, de modo que tiene descubierto. Yo corría a tapar el agujero, y él descansaba tranquilo. Pero esto es historia en la banca actual.
Los cambios fueron importantes. Lo relevante no era tener buenos empleados, competentes y honestos, sino traders agresivos y buscadores de rendimiento. Algunos dirán que al banquero aburrido, rutinizado, le sucedió el agresivo, a veces muy poco considerado; pero no quiero juzgar a nadie. Al final, los nuevos banqueros tuvieron pérdidas enormes, que tuvieron que cubrir los ciudadanos con sus impuestos -y no pocos de los bancos en la sombra también.
¿Volver a la banca aburrida? No me parece posible, porque los ahorradores buscan ahora rentabilidad, no solo seguridad, y los bancos tradicionales no se pueden limitar a tener pequeños clientes que les confían sus ahorros, sino que tienen que entrar en operaciones como la titulización y el recurso a los mercados, en condiciones de paridad con las demás entidades. Me parece que tendremos que revisar el concepto de banco comercial, tradicional, que tenemos ahora, y defenderlo de la agresividad de los inversores que esperan de los bancos comerciales las elevadas rentabilidad que les ofrece la banca en la sombra.
Este mismo tema se lo escuché al gran Rafael Termes.
Varios años después lo comenté con el que ahora es Consejero Delegado de Banco Popular.
Es un tema interesante.
Depende también de lo que se considere «aburrido». Tener un balance y P/L sólido, bien construido, recurrente, etc. es posible que haya muchas personas que lo consideremos «atractivo». Esta es mi opinión.
Por cierto, el Consejero Delegado de Banco Popular no estuvo de acuerdo conmigo. Entendí que le gustaban las emociones.