Este es el título de un artículo de Manuel del Pozo en Expansión, hace ya unas semanas, el 9 de junio. España, decía el periodista, es uno de los países que más alimentos tira, unos 7,7 millones de toneladas al año. El 42% del desperdicio se produce en el hogar; el 39% en la industria agroalimentaria, en la restauración el 14% y en la distribución el 5%.
¿Plantea todo esto algún problema? Sí, claro. Ese desperdicio supone un mal uso de los recursos, una falta de eficiencia, algo que debería doler a la economía, que se ocupa precisamente de eso, de la eficiencia en el uso de recursos escasos. Digo debería, porque, por lo que parece, ese dolor no es muy intenso. Y es que la eficiencia económica «macro» no coincide con la «micro»: un supermercado puede seguir ganando dinero aunque esté echando a la basura unos grandes excendentes. Dentro de ese mal uso de los recursos hay un problema de impacto medioambiental que, en la medida en que no pagan los que desperdician, no afecta a su cuenta de resultados -otra vez, la eficiencia del conjunto no coincide con la de cada uno. Y hay un problema de justicia, porque con esos alimentos desperdiciados podría comer mucha gente que ahora no llega. Y, finalmente, un problema ético de las personas, las familias y las empresas, que están «mirando hacia otro lado» ante un problema que les afecta. Que nos afecta. Porque son nuestros comportamientos los que crean ese problema.
¿Cómo llegamos a eas cifras? Cuando yo era (más) joven, en mi familia no se tiraba nada. Veníamos de los años de hambre de la postguerra, y teníamos una cultura de aprovechamiento muy desarrollada. Esto ahora es más difícil. Mi madre era una experta en reciclar comida; ahora, esos conocimientos no son frecuentes. Tenemos menos tiempo para dedicar a la cocina, y sale más barato tirar lo que ha sobrado. Esto es verdad, pero también lo es que ahora hemos aprendido a reciclar distinguiendo entre unos contenedores y otros. Es más barato tirar todo al mismo recipiente, pero hemos aprendido a comportarnos de una manera más responsable. Algo parecido tendríamos que hacer con la comida que sobra.
¡Cuántas veces me había encontrado en mi plato, a la hora de cenar, lo que no había querido acabar en el almuerzo! Y esto tuvo en mí, sin duda, una función educadora importante. Las soluciones baratas no suelen ser las más adecuadas para el desarrollo de hábitos correctos. Recuerdo haber leído, hace muchos años, la historieta de un alto ejecutivo que dedicó un domingo por la tarde a reparar el juguete estropeado de su hijo. Hubiese sido más barato tirarlo y comprar otro nuevo el lunes, pero él no habría «aprendido» a ser un buen padre, ni habría «enseñado» a su hijo la importancia de no malgastar los recursos, de aprovechar lo que tenemos, de cuidar las cosas…
La planificación de las compras es otra solución. Tenemos poco tiempo para comprar, de modo que llenamos el carrito y tenemos en casa comida para muchos días. Pero luego se echa a perder, o no coincide con nuestras necesidades de los próximos días, o hay «restos de serie» que no sabemos aprovechar… Claro que planificar mejor las compras es más incómodo. Pero es más ético y más eficiente.
Quizás no sea la solución preferida por los distribuidores y los fabricantes, porque esto supondría vender menos. No mucho menos, pero sí enfrentarse a un comprador más concienciado. Otra vez la eficiencia se enfrenta a otros valores importantes: ¿no ha tenido el lector la impresión de que las fechas de caducidad, o de consumo preferible, están manipuladas para que tiremos más alimentos y compremos otros nuevos? No hay que olvidar que nosotros ya pagamos el desperdicio: en el kilo de naranjas bonitas que compramos está incluido el coste de los no-sé-cuántos euros de las naranjas deformes, pero sabrosas, que tira el distribuidor. Por eso, la distribución, la industria alimentaria y la agricultura no son suficientemente cuidadosas con los desperdicios.
Y está el problema de la gente que pasa hambre, al tiempo que nosotros tiramos comida. Aquí, señala el artículo mencionado al principio, la distribución y los supermercados suelen hacer una buena tarea, especialmente al poner esos productos al alcance de bancos de alimentos, onegés y familias con dificultades económicas. Eso está bien. También lo está que nos apuntemos a las campañas de reparto de alimentos, entregando a la salida del supermercado unos cuantos kilos de productos recién comprados. Pero el problema del desperdicio de alimentos va mucho más lejos. Me temo que, a veces, nuestra colaboración puede ser una suave anestesia para nuestra conciencia: ya hago lo que puedo. Y reconozco también que el problema es complejo, también porque las naranjas que yo tiro no pueden ir a solucionar al problema de los niños de Etiopía.
Sí, el problema es complejo. Pero me permito volver al argumento del reciclado: si nos dan unas razones suficientes, perdemos tiempo separando los residuos para colocarlos en diversos contenedores: sabemos fastidiarnos un poco (no mucho, es verdad) cuando hay una razón adecuada. ¿No valdría la pena hacer algo parecido con la comida que tiramos? Pero déjeme el lector que le recuerde que lo importante no es la eficiencia perdida, ni el agotamiento de recursos (renovables, a menudo), ni siquiera la solución de los problemas de los que tienen hambre. Lo importante es el aprendizaje de humanidad y de moralidad que podemos estar llevando a cabo cuando aprendemos a no desperdiciar. Al final, como ya dijo Benedicto XVI, y como ha repetido muchas veces el Papa Francisco, el problema es antropológico, de concepción de la persona.
Como en casa de Antonio, ni madre Felicia, era una experta en el aprovechamiento de los escasos recurso que disponíamos. Que croquetas y que que sopas o macarrones con los restos de los asados.
Efectivamente se produce una lucha entre la industria alimentaria que quiere plazos largos de caducidad y de consumo preferente en sus alimentos y con ello consigue menos reclamaciones y una mayor rotación en sus productos y los consumidores y las autoridades sanitarias que buscan que se alarguen estos plazos, garantizando la seguridad y calidad alimentaria. El cambio del etiquetado de los yogures ha sido un primer paso. Esperemos que no sea el último.
Gracias Jesús. Muy buen ejemplo de las relaciones sincrónicas micro-macro y largo-corto.
Sincronizar evita esas molestias cualitativas, pero tiene la ventaja de cuantificarlas dentro de lo que es posible cuantificar: y además nos define cuáles son estos límites.