Sí, desde luego, la nuestra es una economía injusta. O mejor, conocemos muchos casos de injusticias en el trato de personas y de colectividades. Y, la verdad, no hemos sabido corregir esas situaciones de una forma aceptable.
No quiero entrar a discutir aquí si es o no injusta, y por qué. Me temo que tendria que llenar cientos de páginas para aclararlo. El famoso economista inglés Marshall decía hace ahora un siglo que, en las ciencias sociales, toda afirmación tajante es falsa… menos esta, claro. De modo que la afirmación de que la economía es injusta es falsa, si no va acompañada de largas explicaciones, aclaraciones, correcciones y notas al pie de página. Por eso prefiero centrar mi atención en la otra frase que he puesto en mi introducción a esta entrada: no hemos sabido corregir esas situaciones de forma aceptable.
La política redistributiva tradicional sigue el modelo de Robin Hood, de quitar al rico y dar al pobre, aunque, eso sí, sus métodos son menos violentos: impuestos progresivos y servicios gratuitos o subvencionados, por ejemplo. Esto es práctico, pero muy ineficiente. Primero, supone que lo que la gente quiere son recursos (dinero, servicios), pero esto no cuadra con lo que nos dicen las teorías económicas sobre la felicidad nos: la gente que tiene más ingresos no es la más feliz, o no es necesariamente la más feliz (a partir de un nivel de vida mínimo). El refrán que dice que las penas con pan son menos no parece cumplirse. La idea de que el dinero todo lo compra, tampoco. Este puede ser un buen ejemplo de cómo la ciencia económica, con sus supuestos particulares, no es el único indicador relevante.
Las políticas redistributivas tienen otro inconveniente: son insostenibles. Una vez que el gobierno decide dar sanidad gratuita, ¿por qué no la escuela? ¿Y las pensiones? ¿Y la vivienda? ¿Y la ayuda a los dependientes? ¿Y vacaciones pagadas para todos? ¿Y transporte urbano gratis? ¿Y transporte interurbano? Sí, ya sé que hay argumentos económicos que limitan todo esto, pero la política redistributiva generan expectativas ilimitadas. Por eso, vemos a menudo el vaivén de las políticas: más servicios, más ventajas, más gasto… que genera más deuda, o más impuestos… que aumenta la ineficiencia y hace que la tarta crezca menos… de modo que hay que volver a moderar el gasto y subir los impuestos (contra la voluntad de los ciudadanos, que castigan a sus gobiernos en las urnas)…
Otra limitación de las políticas redistributivas es que no resuelven el problema de los más necesitados: el parado de larga duración, de más edad y sin capacitación; el joven que abandonó prematuramente sus estudios y no encuentra un trabajo decente; la madre soltera que tiene que cuidar de sus hijos sin un trabajo fijo… También hemos pensado soluciones para la gente que está por debajo de la línea de pobreza: ingresos que complementen su seguro de desempleo o su sueldo bajo, servicios gratuitos especialmente diseñados para esos colectivos… Ya se ve que es más de lo mismo.
Hay otras maneras de definir la injusticia. Hoy en día mucha gente, quizás con recursos económicos, ve cómo sus hijos no pueden subir por la escalera del progreso social y económico, porque no tienen un empleo, porque sus sueldos son muy bajos, porque la posibilidad de comprar una casa y montar una familia queda fuera de sus posibilidades… Lo que vemos entonces es que alguien se ha colocado en un lugar de privilegio, para quedarse con las rentas a las que otros aspiran.
Me parece que el lector ya sabe por dónde voy. Hay ladrones, defraudadores, corruptos… pero el problema, a nivel social, es otro. Nuestra sociedad es injusta, o nos parece que es injusta, porque está pensada para conseguir unos resultados que no son los que las personas desean. Quizás no sabemos bien qué es lo que deseamos, o qué es lo que deberíamos desear. Pero está claro que hemos empezado con una visión utilitarista e individualista de la persona y de la sociedad y, claro, lo único que se nos ha ocurrido es repartir. Y como lo que repartimos es escaso (las necesidades humanas son ilimitadas), y cómo lo repartimos tiene impacto en nuestra conducta, no conseguimos lo que deseamos. Bueno, me parece que tendremos que volver sobre esto otro día.
La explicación es antropológica como digo en La Constante. Los hábitos y virtudes son jerárquicos y la justicia está por encima de la prudencia (Polo en AT2). Los números miden un resultado y proponen mecanismos correctores (como la mano invisible que explicaba porqué se llegan a igualar las PMs pero no cómo se llega) pero a veces no se pueden lograr justamente porque se miden con números, que están por debajo. Así ocurre que los medios terminan dominando a los fines porque el dinero es el medio con que se mide y no los hábitos ni las virtudes. Ello lo explico en el libro como coherencia económica. Es la mano invisible pero correcta, es decir, explicándola como estructura de medios (numéricos) aunque existen otros medios análogos pero no numéricos como los hábitos y por encima, las virtudes. Solo otro ser humano puede medirlos (hábitos y virtudes) pero para eso, tiene que poseerlos en grado superior y ese es el problema, que llegan a niveles muy altos (incluso de evaluación intersubjetiva) personas que no los tienen (los hábitos). Ese es el problema. Que se mide con números algo que no debe hacerse con números, pero cuando se trata de adecuarlos a su propio medio (escala de otro ser humano) se hace mal y se degenera en dinero (nivel de medios) reduciendo todo como si fueran medios. Eso se llama prudencia de gobierno (no gubernativa) y la intentó profundizar Juan Antonio. Se trata de poner a las personas que más saben (justicia-sincrónica) o que mejor gobiernan (justicia-virtud o sincronía personal) en su lugar. Mejor es leer a Polo.