Hace muchos siglos hubo un pueblo de refugiados, yo diría que refugiados políticos, que habian vivido como esclavos en Egipto. El libro del Éxodo, uno de los de la Biblia, cuenta que tuvieron un líder, Moisés, que se las apañó para sacarlos de Egipto. Fueron perseguidos, pero con la intervención divina salieron adelante: pasaron el Mar Rojo, llegaron a la península del Sinaí, y empezaron un largo camino hacia la tierra prometida, lo que hoy sería Alemania o Suecia para los que vienen de Siria, Irak, Eritrea o Libia, o de tantos otros lugares.
No quiero hablar de los que les recibieron de uñas, cuarenta años después de su salida. Supongo que no les hacía mucha gracia verse invadidos por un pueblo joven (casi todos los que habían salido de Egipto murieron en el desierto, de modo que los más viejos que llegaron a Palestina tenían cuarenta años), con ganas de comerse el mundo. Quiero hablar de los propios israelitas, de los que salieron de Egipto. Porque el libro nos dice que, al cabo de un tiempo, empezaron a murmurar, a quejarse: «Cómo no acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, y de los pepinos y melones y puerros y cebollas y ajos».
No creo que a los que tratan de cruzar el Mediterráneo y llegar a la tierra prometida de Europa les entre este pensamiento de que no vale la pena hacer el sacrificio que están haciendo. Pero sí nos puede entrar a nosotros. Y aquí quería llegar (y perdón por el largo desvío, pero las moralejas entran mejor después de historias interesantes). Porque estamos sometidos a una tentación grave: como a los israelitas: para conseguir algo hemos de hacer un sacrificio, y nos entra la pereza, y nos acordamos de los pepinos, los puerros y los melones. Muy humano, ¿no?
La moraleja que quería sacar es que vale la pena hacer el sacrificio. Como a los israelita en el desierto. Volverse atrás habría sido desastroso: ¿se imagina el lector la reacción de los egipcios, viendo regresar a sus díscolos esclavos, pidiendo que les dejasen volver a participar de sus comidas? Bueno, pues algo así nos pasa cuando decimos que no vale la pena comportarse éticamente porque es muy difícil, porque se pasa mejor siendo un poco mentiroso, un poco corrupto o un poco desleal. ¡Oh, la atracción de una mesa bien surtida!
Segundo argumento: lo que algo vale, algo cuesta. Si quieres la libertad, te has de meter en la patera y jugarte la vida. En Egipto serás siempre esclavo. Te conviene renunciar a algunos pepinos y melones, para conseguir algo más grande, mucho más grande: en el caso de los israelitas, ser un pueblo libre y próspero; en el caso de los refugiados, recuperar la libertad e iniciar una nueva vida, dura, pero libre. En el caso de los que les recibimos con mala cara… porque no debemos perder nuestra humanidad. El coste ya lo conocemos: la vida cómoda, los pepinos y los puerros… y la esclavitud. Meternos en el esfuerzo de una vida éticamente llena vale la pena.
Tercer argumento: sigamos adelante por el desierto, olvidémonos de Egipto, no por nosotros, que seguramente dejaremos nuestros huesos en el camino, sino por nuestros hijos. Israel vivió durante siglos del recuerdo de la epopeya de aquellos locos que prefirieron la vida dura a los melones -con la ayuda de Dios que, para ellos, fue clave, porque ahí estaba, por decirlo así, la Constitución del nuevo estado. Si ellos hubiesen vuelto atrás, sus hijos habrían sido esclavos durante unas cuantas generaciones más. Claro que nosotros tampoco tenemos muchos hijos cuyo futuro nos interese.
Y cuarto y último: vale la pena tratar de ser ético, aunque cueste, aunque pasemos hambre, aunque no lo consigamos, porque el crecimiento humano que supone para nosotros poner esfuerzo en conseguir algo que vale la pena no admite comparación con los banquetes de cuando éramos esclavos. Pero, ya lo he dicho otras veces, esto solo lo pueden entender el que se lanza a la aventura. El libro del Éxodo dice que ningún israelita se quedó en Egipto. Si alguno lo hubiese hecho, pensaría que sus colegas estaban locos, y si le llegaban noticias de la marcha por el desierto, aumentaría su convencimiento de que su sacrificio no había servido para nada. Pero se moriría esclavo en Egipto, con la tripa llena, pero perdida su decencia. Y nadie se acordaría de él.
(Esta no es la entrada que había prometido sobre el tema de la ola de refugiados que está invadiendo Europa; ya llegará. Simplemente, he sentido la urgencia de decir algo que se me ha ocurrido esta mañana, cuando aún no había desayunado; ya se ve que estar con la tripa vacía puede tener consecuencias nefastas, para los viajeros del desierto y para los que nos dedicamos a la ética).
Antonio Argandoña es Profesor Emérito de Economía del IESE.
Ciertamente es así…
Muy interesante reflexión! Es importante intentarlo, persistir y hacer todo por conseguirlo, y todo aunque no llegues!
Un saludo!
De acuerdo con todo profesor. Pero no olvide las plagas que lograron convertir el «sentimiento» de libertad en deseo consciente y «racionalizado» de salir corriendo por propia convicción. Es decir, lo que Juan Antonio llamaba pasar del motivo a la motivación y correspondiente decisión (prudencia en los medios) y yo agrego acción (justicia para los fines).