Mi colega del IESE Alberto Fernández Terricabras escribió hace días (el 3 de septiembre, para ser más concreto) un artículo breve en La Vanguardia, titulado «Impacto social y rentabilidad», que en su momento no comenté, aunque me propuse hacerlo. Estos días estoy preparando una sesión que tengo que dar dentro de poco de una empresa social muy conocida, KIVA, que ha generado una platxaforma en internet para buscar financiación para iniciativas emprendedoras en todo el mundo, a través de empresas microfinancieras a las que proporciona fondos.
De modo que me he puesto a leer cosas sobre esa empresa. Y, claro, me he encontrado con las críticas habituales en este caso: si no es suficientemente transparente, si puede estar alentando comportamiento menos éticos de esas instituciones microfinancieras… Hay varias maneras de juzgar esas críticas: realismo, ganas de ayudar para que la empresa no cometa errores… envidia, necesidad de presentarse a uno mismo como persona inteligente y crítica… o la ya conocida polémica sobre si las empresas sociales pueden tener beneficios o no.
Mi colega Fernández Terricabras explica en su artículo que es lógico que una empresa social tenga beneficios. Yo añadiría que debe tenerlos. El beneficio no es un robo, como decía Marx, fruto de la explotación de los trabajadores; cumple funciones importantes. En principio, no debe confundirse con la remuneración de los capitalistas: en economía solemos decir que en las decisiones empresariales hay que tener en cuenta el coste de oportunidad de los fondos, es decir, lo que el capital de la empresa produciría en otro uso; por tanto, eso sale de los beneficios porque los calculamos como diferencia entre los ingresos y todos los costes menos el de esos fondos, pero eso no es beneficio propiamente dicho. Y un beneficio generoso atraerá más inversiones, algo que siempre hace falta en una empresa social.
El beneficio permite la financiación del crecimiento de la empresa: como señala Fernández Terricabras, la renuncia al beneficio hace a las empresas sociales cortas de mira, pequeñas, incapaces de crecer y de innovar… En el fondo, renunciar al beneficio supone perder de vista la dimensión empresarial de la empresa social. Hay muchas empresas sociales, muy sociales, y muy buenas empresas. Como explica mi colega en su artículo, «la clave para ser social no está en generar o no beneficios, sino en el uso de éstos».
Pero, ¿no es lícito que la empresa social se base fundamentalmente en aportaciones externas, en donaciones? Sí, claro: esto forma de la libertad de iniciativa. Pero, ya lo he dicho, pone en riesgo el crecimiento, y también la autonomía de la empresa social, porque depender siempre de donaciones significa estar pendiente de la aprobación social de su proyecto, y tener que ceder a veces a las preferencias de los grandes donantes, o de la Administración pública, cuando se convierte en la vaca lechera de la que vive la empresa social, o de las veleidades de los pequeños donantes, que pueden sentirse atraídos por otros proyectos. Lo mismo pasa en las empresas de negocios, cuando su orientación depende del humor de los inversores o de los avatares de la bolsa.
El excedente que criticaba Marx se produce siempre. Otra cosa es quién se lo lleva. En empresas mal gestionadas, se lo llevan los sindicatos, el absentismo laboral o las prebendas de los directivos: contablemente no hay beneficios, pero los había. En las empresas sociales, este riesgo existe también.
Vuelvo a KIVA: su fundador decía hace unos años que debían considerar seriamente si pagaban intereses a sus financiadores. Ahora, si usted entra en su web, encontrará una serie de proyectos que reclaman su atención; usted puede elegir uno y enviar un mínimo de 25 dólares; al final del periodo de la inversión (habitualmente un año), usted recibirá esos mismos 25 dólares, sin intereses, porque su aportación tiene un contenido social. Matt Flannery, que así se llama el co-fundador de KIVA, alegaba que esto podía tener ventajas. Ahora los prestamistas dan su dinero viendo un video breve sobre el emprendedor que pide el dinero y su proyecto. Pero si entienden su operación como no solo altruista, sino también financiera, se fijarán probablemente en otras dimensiones, como la duración del proyecto y su sostenibilidad económica. Flannery explica que un proyecto de pequeña agricultura llevado por mujeres en África se financia en unas horas, pero que la financiación de la compra de un taxi en una ciudad pobre de Asia tarda meses en completarse. Y no hay motivos para pensar que este último proyecto es menos social que el primero.
Flannery da otro argumento. Si usted presta 25 dólares a alguien, que le pagará un 1% de interés al año, usted ve esto como una operación comercial; poco rentable, claro, porque es también una operación solidaria. Entonces, la otra parte ya no es alguien a quien usted da limosna, aunque tenga la forma de un préstamo, sino alguien que va a hacer algo rentable, que va a ganarse la vida con su actividad, que va a scar adelante a su familia y a su aldea.
A menudo me alegro de poder aportar algo de racionalidad económica al mundo de la acción social. Esa racionalidad está mal vista, cuando se identifica con ganar dinero como sea y a costa de lo que sea. Pero esa no es la racionalidad económica. Me parece que es bueno que nos tomemos en serio esa manera de pensar que, no por ser racional, es menos social. Las dudas sobre el beneficio en las empresas sociales pueden proceder de prejuicios. O de la generalización a algunas experiencias negativas. Hemos de seguir reflexionando.
Los Comentarios de la Cátedra son breves artículos que desarrollan, sin grandes pretensiones académicas, algún tema de interés y actualidad sobre Responsabilidad Social de las Empresas.
Profesor, siempre he pensado que todas las buenas empresas son empresas sociales, porque contribuyen al bien común. La condición es que presten buenos productos y servicios -más o menos relevantes- que la sociedad necesita, y que procuren el desarrollo de todos los stakeholders. Entonces, por qué ponerles el apellido social?
La visión dinámico (económica porque hay otras dos por lo menos, referidas a hábitos-operativos y virtudes-de gobierno) del asunto la dan los sincronismos. Si ocurre un imprevisto a favor (más beneficios inesperados debido a buenas prácticas, buena visión de oportunidades o pura suerte) o en contra (viceversa) su sincronización con el mercado interno-externo favorece o empeora la utilización de esos recursos en alternativas posibles. Esa es la función del concepto de ciclo, que resulta de compaginarlas por agregación coherente (económico-social).