En una entrada anterior expliqué cómo la teoría que establece que el objetivo de la empresa es la maximización del valor para el accionista sustituyó, de hecho, a teorías anteriores, de corte “humanista” pero ambiguas en sus fundamentos y en sus recomendaciones práctica. De esta manera, parece lógico, pues, que, conforme avanzaba el siglo veinte, “el” objetivo de la empresa fuese la maximización del valor para los propietarios. Pero, como ya he dicho, los supuestos, sólidos en teoría, no se cumplían en la práctica.
Ahora bien, la teoría (y la práctica) admitían modificaciones que respetaban lo básico del modelo, que garantizaba así su capacidad para sobrevivir y prosperar. Por ejemplo, si los contratos con algunos empleados no eran completos y explícitos, esas personas podían estar asumiendo riesgos no previstos en los contratos, de modo que el resultado no fuese óptimo (por ejemplo, podían invertir en capital humano específico de la empresa, que no tendría valor en otra ocupación). Pero en tal caso sea posible diseñar modelos de contratos que tuviesen en cuenta ese problema; además, el consejo de administración podía dar cabida a consejeros que representase sus intereses, siempre bajo el supuesto de que esa solución era también la mejor para la maximización del valor para los accionistas a largo plazo.
En muchos casos la solución era más directa: se reafirmaba, sin más contemplaciones, el principio de maximización del beneficio y se sostenía que la empresa debía gestionarse “de acuerdo con los intereses de los accionistas”, aunque esto no era necesariamente lo mismo que “para maximizar el valor de la acción”. Pondré dos ejemplos de esto. Uno: si, por ejemplo, no había competencia en los mercados, la responsabilidad de lograrla se atribuía a las autoridades, de modo que las empresas podían seguir trabajando en la maximización sin grandes problemas, aunque el resultado no fuese el óptimo anunciado, porque ese “no era su problema”. Otro ejemplo: si en la actividad de la empresa se producían rentas (por ejemplo, por su poder de mercado) que no se podían distinguir fácilmente del beneficio, el criterio de maximización se podía aplicar a ambas variables: eso no era lo que la teoría afirmaba, porque maximizar las rentas podía violar principios de justicia (que la economía no sabía cómo evaluar) y no tenía por qué aumentar la eficiencia (que sí interesaba a los economistas). Pero, en todo caso, convenía a los que se beneficiaban de esas rentas, y valía más no entrar en disquisiciones sobre qué eran beneficios y qué eran rentas, y cuánto de unos y otras procedía del incumplimiento de las condiciones del óptimo, porque esto podía dar lugar a un aumento de la regulación y de las intervenciones del gobierno.
Nótese que la teoría de la maximización del valor para el accionista, lo mismo que la teoría, equivalente pero menos precisa, de la maximización del beneficio, son teorías de la economía en general más que de la empresa, porque el objetivo de la empresa (la maximización del valor para el accionista) viene fijado por el óptimo social (la consecución de un óptimo para toda la economía); con otras palabras, la función social de la empresa (su contribución al bienestar de la sociedad) es lo que marca su objetivo.
En este entorno, la introducción por Ed Freeman de la teoría de los stakeholders se presentaba como una alternativa. En el plano teórico, sustituía la maximización del valor para el accionista por la de la maximización del valor para todos los stakeholders, y en el plano práctico, la empresa dejaba de gestionarse de acuerdo con los intereses de los accionistas y pasaba a serlo con los de todos los stakeholders. ¿Qué implicaciones tenía esta propuesta? Como en las novelas por entregas, ahora aparece la fatídica frase: “Continuará”.
Los Comentarios de la Cátedra son breves artículos que desarrollan, sin grandes pretensiones académicas, algún tema de interés y actualidad sobre Responsabilidad Social de las Empresas.