Perdón por el título de esta entrada. Quizás hubiese sido más claro el título que Johan Paul Rathbone puso a un artículo en el Financial Times del 23 de febrero, y que podríamos traducir por «El insulto ‘neoliberal’ está perdiendo brillo en Sudamérica». Y en España, añado yo. Y en otros muchos lugares. El «neoliberalismo» como calificativo descalificador de una persona o una idea tomó cuerpo desde la dictadura de Pinochet en Chile, y se ha extendido luego. Últimamente es el grito de guerra del neocomunismo en Europa (y en otros lugares).
Rathbone hace notar que los así llamados neoliberales actuales, como Macri en Argentina, están teniendo éxito en sus políticas, precisamente en lo que suponen de corrección a las políticas presuntamente defensoras de las clases desfavorecidas. Por contraste, el Partido de los Trabajadores brasileño está recibiendo críticas a mansalva, por la corrupción y por los errores cometidos. Y no digamos nada del régimen chavista de Venezuela.
El neoliberalismo está muerto. Quiero decir que no hay manera de volver a utilizar ese adjetivo sin cubrirse uno mismo de oprobio. Pero lo que no deben morir son algunas de las ideas neoliberales, o mejor, las del liberalismo clásico. En España nuestros políticos hablan de que hay que acabar con la austeridad. Vale, lo aplaudo. Pero, ¿cómo piensan financiar el aumento del gasto social? Los economistas llamamos «equilibrio general» al método que nos obliga a pensar en todas las consecuencias de nuestras acciones, directas o indirectas, y cuando proponemos gastar más conviene que alguien se pregunte de dónde vamos a sacar los recursos. ¿De más impuestos? Vale: ¿quién estará dispuesto a pagarlos? ¿Hay alguna evidencia de que aumentar los tipos impositivos, aunque sea para los ricos, permite un aumento de los ingresos públicos, sin consecuencias desastrosas para, por ejemplo, la productividad y la competitividad? Y no digamos si con ello estamos favoreciendo la actitud, tan común hoy en día, de pensar que «tengo derecho a sanidad gratuita y de calidad, un seguro de desempleo generoso, una vivienda confortable, educación gratuita, pensiones altas y muchas más cosas…», sin añadir en ningún momento un «tengo la obligación de… ¿trabajar para crear riqueza, pagar mis impuestos regularmente, no abusar de las prestaciones públicas…?».
En estos días los políticos españoles se están apuntando a la moda de la municipalización de los servicios básicos, porque, dicen, no tienen que servir para que alguien gane dinero a costa de los pobres. Vale, me apunto. Por cierto, estos días pasados ha tenido lugar en Barcelona el World Mobile Congress, que ha atraído a cientos de miles de personas de todo el mundo, y ha supuesto unos formidables ingresos para los empresarios y para los trabajadores. Los sindicatos, nada sospechosos de neoliberalismo (digo yo), han aprovechado la ocasión para montar una huelga de transportes públicos para conseguir aunmentos salariales que, curiosamente, son impensables en el sector privado –porque los transportes públicos en Barcelona son empresas públicas. Supongo que esto se ha hecho para mostrar lo que los ciudadanos podemos esperar de los servicios municipalizados…
«Antonio, me dice el lector, estás cayendo en la demagogia». Sí, es verdad. Vuelvo a mi tema: el neoliberalismo ha muerto. Pero sería bueno guardar alguno de sus órganos, o sea, de sus ideas centrales: la libertad es un valor, no económico, sino humano y social, fundamental. Hay que hacer los números antes de tomar decisiones políticas. Y la que me parece la idea más importante del liberalismo clásico: cada persona debe ser responsable de su propia vida, con su esfuerzo. Si no puede asumir esa responsabilidad, habrá que ayudarle, pero nunca suplantarle en esto. Nos jugamos el respeto a la dignidad de la persona, que no es cuestión de cuánto ingresa, sino de cómo gestiona su vida, o mejor, cómo tiene el derecho a gestionar su vida, derecho que, para él, es una obligación.
Don Antonio:
En mi país (Chile) el gobierno del Presidente Pinochet implantó un sistema no tan neoliberal como «subsidiario», por cuanto creó un conjunto de instituciones que entregaron a los particulares la principal responsabilidad para el desarrollo de actividades económicas y sociales dejando para el Estado un rol subsidiario. El resultado fue que en una generación, y después que décadas de estatismo y finalmente un experimento marxista lo dejaran literalmente en la quiebra, este lejano país cuadruplicó el ingreso per capita y experimentó un florecimiento social sin precedentes en su historia. Fue una aplicación fiel de la doctrina de la subsididiariedad como la plantea la Doctrina Social de la Iglesia, como se puede comprobar leyendo los primeros cuatro artículo de la Constitución de 1980.
La izquierda chilena, que siempre ha sido de inspiración marxista, adoptó el slogan «neoliberalismo» para denostar al modelo, dado que, en efecto, liberalismo y subsidiariedad tienden a coincidir en algunos aspectos prácticos. Pero, insisto, el modelo chileno es de inspiración principalmente subsidiaria. Por eso, cuando se escuche o lea el mote de «neoliberal» referido al modelo chileno de Pinochet, debe entenderse o interpretarse como «subsidiario» en la línea de la DSI.
Excelente aportación, Gastón, muchas gracias.
Para tener gasto social hay que tener riqueza, y para tener riqueza hay que dejar que la gente gane dinero. Sin riqueza no hay gasto social. Eso parece que no lo entienden los neocomunistas.
Tienes derecho a sanidad porque se puede pagar, si no, no.