Hace unos días tuvo lugar en el IESE el 19º Simposio Internacional de Ética, Empresa y Sociedad. En una de las sesiones paralelas tuvimos ocasión de discutir sobre los sesgos que, a menudo, tenemos en nuestros juicios morales. Por ejemplo, es frecuente que uno considere sistemáticamente que las actitudes éticas de otras personas son peores que las nuestras. O que sus acciones son menos éticas, aunque a menudo coinciden exactamente con las nuestras. O que, cuando nos dan información sobre un tema, tendemos a acoger aquello que favorece nuestra posición, y a rechazar o a olvidar lo que la contraría. O que lo que dicen muchos es verdad, solo porque son muchos los que lo dicen. Y muchos más.
La discusión se orientó, en un momento determinado, sobre cuál debería ser la actitud de una persona razonable ante la evidencia de estos sesgos, incluida la elevada probabilidad de que también nosotros tenemos estos sesgos, que deforman nuestro juicio y nos hacen tomar decisiones equivocadas, o juzgar como equivocadas las decisiones de otros. Estuvimos de acuerdo en que no es frecuente que en nuestras clases o conferencias sobre temas éticos, hagamos notar la existencia de esos sesgos, su importancia, y lo difícil que es detectarlos y corregirlos.
Me parece que esto nos lleva a la virtud de la prudencia. Los tratados antiguos de moral solían señalar la importancia de buscar consejo a la hora de ejercer un juicio o tomar una decisión, y si el consejero es como debe ser, nos hará notar la posible existencia del sesgo mencionado. También el papel de la memoria del pasado, que nos permite entender los errores que cometimos, y prevenirlos. Y ver cómo otras personas de buen criterio llevan a cabo juicios como el que vamos a emprender nosotros. Y, claro está, evitar cuidadosamente la racionalización de nuestros actos, con argumentos como «nadie se ha visto perjudicado», «será un tonto si se cree lo que yo le he dicho», «todos lo hacen», «seguro que él también piensa así», «no hay para tanto»… En definitiva, se trata de aprender a ser ético como aprenden los niños: presentando sus pensamientos con claridad, escuchando a sus padres o maestros, reflexionando sobre lo que hemos pensado… En clase, por ejemplo, puede ser útil invitar al que ha dicho algo apresurado o poco meditado, a que lo vuelva a pensar, dándole argumentos que le ayuden a hacerlo e invitándole a escuchar lo que los demás piensan sobre el caso.
Es probable que sicológicamente buscamos, con frecuencia esas «justificaciones» pero hay un nivel más personal aún que nos molesta por dentro, y hay cierta incomodidad con esas «justificaciones o sesgos» que tratamos de autoimponernos. Justamente esos esquemas de valores son los que se han de tender trabajar en las escuelas de negocios. El que está frente a la clase tiene que estar preparado para intentar movilizar los resortes de cada uno para desarrollar esa virtud de la prudencia que nos hace en últimas más sabios, íntegros, hasta casi diría más sostenibles como Directivos de cara a nosotros mismos y de cara a nuestros colaboradores y de cara a la sociedad toda. Muy interesante el punto.
Disculpe que introduzca un poco de psicología en un tema ético.
El ser humano necesita siempre sentir que todas sus acciones, pensamientos y creencias son coherentes y le es muy difícil analizarlos en cada ocasión y pensar que puede estar equivocado.
Así tiende a formarse unos esquemas de valores inamovibles con los cuales se siente cómodo y seguro.
Según Leon Festinger, autor de la teoría de la Disonancia Cognitiva hace más de 40 años, “las personas no soportamos mantener al mismo tiempo dos pensamientos o creencias contradictorias, y automáticamente, justificamos dicha contradicción, aunque para ello sea necesario recurrir a argumentaciones absurdos”
Saludos.