No voy a inventarme ninguna regla; me limitaré a comentar lo que Chris Giles dice en el Financial Times del 15 de diciembre (aquí, en inglés); el artículo en la versión digital se titula «Los pobres sufren mientras Gran Bretaña evita el diálogo abierto», y en papel «El diálogo abierto, no las palabras cálidas, ayudará a los que están peor» (recuerde el lector que mis traducciones suelen ser muy libres, y que me perdonen los traducidos, si les traiciono).
«Deje de llamarme un ‘perdedor’ y haga algo para arreglarlo», palabras de un ‘perdedor’ que Giles recoge. De acuerdo, dice: entremos en un diálogo abierto y sincero. Él se refiere al Reino Unido y al Brexit; yo sacaré conclusiones más amplias, referidas también a nuestro entorno.
- Evitemos las interpretaciones cómodas; Giles se refiere al binomio Brexit-populismo, o sea, a decir que «los que votan a favor de la separación de la Unión Europea votan contra la globalización y la desigualdad. Simplificar artificialmente el problema falsea el diagnóstico y, claro, las soluciones, aunque, eso sí, nos llena de satisfacción, porque nos permite seguir disfrutando de nuestra manera de ver las cosas.
- Yo añadiría: sospeche usted de los intereses del que propone algo. Esto no significa que no podemos fiarnos de nadie; los intereses, la ideología y la cultura en la que está inmersa la persona con la que vamos a dialogar están ahí y no podemos prescindir de ellos. Pero debemos, primero, identificarlos; segundo, no descalificarlos (¿acaso yo no tengo mis propios intereses e ideología?); tercero, tratar de entenderlos, para, cuarto, sacar todo lo bueno que pueda haber en lo que me dice mi interlocutor.
- Sigue Giles: dejemos de culpar a los demás por los males que nos afligen. Rechacemos esa forma de tiranía, hoy tan frecuente, que es el victimismo: tú me haces daño, cállate, cambia tu conducta. Y pensemos: ¿qué parte de culpa tengo yo? O, ¿todo
- Giles habla de las quejas de algunas zona del Reino Unido, que han salido perdiendo con la globalización, los cambios tecnológicos y todo eso. Está claro: una ciudad próxima a una mina de carbón hace 150 años estaba en la gloria (económica, si bien no medioambiental); hoy está en severa crisis. Giles saca dos conclusiones. Una: vivir en una zona deprimida no le da derecho a recibir ayudas indefinidamente. Dos: vivir en una zona próspera no nos permite olvidar a los que ahora lo están pasando mal (pero procuremos que su solidaridad no significa que ellos se despreocupen de su futuro). «Animar a la gente a dejar el lugar en que viven es tóxico para los que se quedan detrás; forzarles a quedarse es aún peor». «Por supuesto, las transiciones son dolorosas (…) La sociedad tiene la responsabilidad de mitigar las pérdidas, pero no puede dar garantías a las personas ni a los lugares».
- Giles hace una última observación, referida al Reino Unido: pensar que los años de un crecimiento elevado están al llegar es wishful thinking. Lo traduciría como: todo diálogo debe partir de supuestos realistas, distinguiendo los escenarios brillantes de los realistas y de los catastrofistas. En el método del caso, que en el IESE usamos habitualmente, empezamos distinguiendo los hechos de las opiniones (y de la ideología). Quizás esto es lo que está detrás de la dificultad del diálogo abierto y sincero en el ámbito político. ¿Es esto quizás una llamada para la sociedad civil?